Su trabajo no tiene la épica del bombero, el respeto del policía ni la buena consideración del doctor. Son los trabajadores que pasan bajo el radar en nuestro día a día. Incluso a veces pecamos de mirarlos por encima del hombro. Casi nunca reciben halagos por hacer su trabajo, mas bien todo lo contrario. Pero aunque no nos demos cuenta, ahí están, siempre al pie del cañón. Porque son necesarios. El confinamiento de gran parte de la sociedad debido al coronavirus ha servido para sacar a relucir a todas aquellas personas que aguantan el suelo que pisamos. Limpiadoras, celadores, o cajeras, siguen doblando la espalda día a día, sin descanso, a veces sin parar a comer o con jornadas de doce horas, para que nosotros podamos estar tranquilos en casa, y con un buen cargamento de papel del culo.

Así lo asegura Rosi Briones, una de las limpiadoras del Hospital de la Fe encargada de desinfectar las habitaciones de los positivos por coronavirus. «Cuando sale el médico entro yo a limpiar. Y hasta que no acabo no puede entrar otro paciente para que le curen».

A las seis y media de la mañana ya está en el hospital; se informa de los positivos, se calza su Equipo de Protección Individual (guantes, mono, mascarilla, gafas) y acompañada de algunos trapos y desinfectante entra a trabajar, literalmente, en contacto con el virus. Según asegura, el estrés es muy alto, al igual que la concentración cada vez que se coloca el traje, pendiente de no saltarse ninguno de los pasos y acabar contagiada. Cuenta que tanto ella como sus compañeras están muy concienciadas, y que algunos pacientes de coronavirus le dan las gracias. «Es satisfactorio porque hay muchos trabajadores en el hospital que no son sanitarios pero que son igual de relevantes. En esta emergencia nos necesitamos todos. Es emocionante que reconozcan nuestro trabajo porque no suele suceder muy a menudo», se congratula.

Los aplausos como combustible

Otro caso de trabajadora cuya labor es fundamental es el de Emilia, celadora del Hospital General. Se dedica a trasladar pacientes de un lado a otro, una tarea dura, sobre todo a sus casi 60 años. «Al cabo del día doy más de 30.000 pasos, es una labor poco valorada y es difícil. Además, con los trajes que llevamos se suda un montón y se empañan las gafas», reconoce.

Otro caso similar es el de Jesús Marín, también celador en el mismo hospital, con una jornada laboral de doce horas. También cuenta que supera ampliamente los 30.000 pasos al día. Unos dieciocho kilómetros andando. Según comenta, el mayor reto estos días está siendo a nivel mental. «El trabajo ya estamos acostumbrados a hacerlo, también en casos de epidemias. Pero nos influye mucho más a nivel psicológico porque no sabemos quién puede tener el virus y quién no. El día a día se vive con esa psicosis».

Rafael Llopis, también celador, asegura que los aplausos desde los balcones que espontáneamente ha organizado la ciudadanía cada día a las ocho de la tarde actúan como combustible para ellos: «Es algo que llena. Nosotros, en general, vemos que la gente se está concienciando y esto es un impulso muy grande para los momentos en los que estamos cansados o enfadados. Porque esto es normal en situaciones de crisis. Estamos haciendo un trabajo duro y no se coge igual sin ese reconocimiento».

En la línea de cajas

M. T (que no quiere dar su nombre por temor a represalias de la empresa) es cajera. Pero estos días también está siendo psicóloga y trabajadora al 200 %. «El viernes pasado fue una locura. La cola daba la vuelta al super por dentro. Las cajeras no pudimos hacer nuestra pausa para merendar hasta las nueve y muchas estaban mareadas porque no habían comido», apunta. Además, según señala, está viendo de primera mano los efectos del coronavirus más allá de la emergencia sanitaria, los que vendrán cuando todo pase. «Hay clientes que se ponen a llorar por el ambiente que se respira, por dónde estamos llegando, y nosotras somos las que estamos en primera línea. Gente que se está quedando sin trabajo, que ves como están totalmente derrumbados. Y aún así tenemos que hacer frente a nuestra jornada, intentar hacerlo lo mejor posible, y tratar al cliente con más cuidado, y con empatía», explica.

Ana Sanz, trabajadora de almacén en Carrefour, es otro ejemplo de pieza fundamental. Porque entra a trabajar cada día a las cinco y media de la mañana para descargar los suministros de los camiones. Pasa así toda la mañana. Pero el trabajo duro no parece corresponderse con medidas sanitarias adecuadas por parte de la empresa. Según señala, las trabajadoras de distribución llevan casi una semana con la misma mascarilla de papel de un solo uso. En la línea de caja, según señala M.T., «tienes que pedir permiso para todo. Estos días no puedes ni ir al baño, tienes que solicitarlo y con suerte en media hora o cuarenta y cinco minutos te dejarán ir».

Pese a todo, Sanz asegura que lo peor de esta situación es el miedo al contagio, sobre todo en un empleo como el suyo, donde les es imposible no saltarse las medidas de seguridad. «Intentamos al máximo que el cliente no se acerque, pero en nuestro trabajo es inevitable que a veces no se pueda guardar la distancia del metro que se tiene que guardar porque tenemos que controlar el carro», explica.

Aunque aseguran estar muy concienciadas con esta situación de crisis, señalan que su situación laboral es límite y reclaman medidas sanitarias y laborales para protegerse de esta epidemia. «No somos máquinas, tenemos necesidades. Igual que teníamos necesidades para salir a merendar o ir al aseo. No nos podéis tener en cajas sin salir al aseo y sin ir a comer, incluso estando mareadas. Somos personas aunque haya mucho trabajo que no entendemos. Nos hemos quedado incondicionalmente después del trabajo, y hemos ido antes de nuestro horario, porque somos un equipo y nos ayudamos entre nosotras, y entendemos que todas nos necesitábamos. Incondicionalmente lo hemos hecho. Ahora queremos que se nos tenga en cuenta», reivindica M.T.

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