Sefa se siente como una niña burbuja encerrada en una funda de plástico. "Es como una máscara gigante", dice, que la protege del mundo. "Es raro pero cosas peores hay". Ejerce una de esas profesiones consideradas "imprescindibles", regenta un kiosko en uno de los barrios más acomodados de València donde ha extendido un plástico transparente que la separa de los clientes para protegerse de un posible contagio por coronavirus.

Vive desde su extraño confinamiento el ir y venir de sus vecinos, o sus ausencias. Siempre es el mismo recorrido; "los veo caminar hacia el Mercadona y luego volver, con las bolsas cargadas para detenerse un momento, llevarse el diario y marchar a sus casas". Para ella, lo peor es la ausencia de los "chiquillos" que antes llenaban el kiosko al salir del colegio. Tiene miedo al virus, sobre todo por su madre, que la acompaña desde un rincón detrás de mostrador, ella sí, con máscara. "Me asusta, claro, pero soy autónoma y no puedo quedarme en casa". También se siente afortunada porque levantar la persiana cada día le da, al menos, la oportunidad de salir y hablar, aunque siempre, y esto es un lamento, sea de lo mismo.

Se sabe sin suficiente información, sin conocimientos para juzgar pero sí cree que las cosas podían haberse hecho mejor. "Sabíamos lo que estaba pasando en Italia pero dejamos que la gente fuera a las mascletàs, que las fallas salieran a la calle y que hubiera manifestaciones. Ya es tarde para corregir todo eso. Esto pasará y la gente perderá el miedo. Todo volverá a ser igual que antes"; Igual, "Siempre tropezamos con la misma piedra".

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