Son héroes sin aplauso ni pancarta en el balcón. Pero ahí siguen, apuntando a los clientes de siempre en la lista de espera para avisar cuando llegue, si llega, la próxima remesa de mascarillas; vendiendo la barra de pan del día detrás de una mampara; enviando a domicilio la compra de carne a los clientes más veteranos o suministrando esa pieza que falta a una empresa para que pueda seguir produciendo.

El comercio, por el simple hecho de que las calles han quedado desiertas, ha sido uno de los primeros sectores (todos los servicios, en realidad), en notar el mazazo de la crisis del coronavirus. Con la excepción de los negocios de distribución alimentaria y unas pocas excepciones (farmacias, tiendas de mascotas, ópticas, informática, etc), todo el tejido comercial se vio abocado al cierre hace tres semanas. En el caso del sector tradicional, de las tiendas de proximidad que luchan hace años ante el avance de las franquicias y modelos de gran formato, el golpe es todavía mayor.

«Es muy complicado cifrar la caída de ingresos en estas semanas pero la mayoría están cerrados, un 70-75 %, y están facturando cero euros. Algunos están digitalizados, pero incluso las grandes plataformas de venta on line confirman el retroceso, en el textil por ejemplo, un 85 %: una cosa es que se pueda pero otra cosa es que haya demanda. La gente ni quiere acometer gastos ni recibir envíos, porque hay mucha psicosis, lo ven como una posible vía de transmisión», apunta Rafa Torres, joyero en el centro de València y presidente de la patronal autonómica del sector Confecomerç.

«Mas allá de alimentación, farmacia, higiene o artículos para hacer deporte en casa, que se han agotado en plataformas con un impulso de los primeros días, la venta on line está ahí pero prevemos una caída del 90/95 %», se aventura.

Sus asociados confirman el desasosiego: «Es un problema grande porque la facturación nos ha caído un 90 %. Es una barbaridad, dependemos principalmente del público. Y si no sale a comprar no hay manera. Hacemos algo de venta on line y podemos mantener a dos empleados a media jornada; antes de esto tenía a doce a jornada completa».

El relato de Javier Calabuig da una buena medida de la magnitud del desastre. Propietario de una ferretería en Cullera que lleva el nombre de su familia desde hace 57 años y con dos establecimientos, esta firma se ha quedado con la única actividad de un servicio mínimo y a puerta cerrada en una de las dos tiendas, que atiende las necesidades de empresas fabricantes.

Este empresario lamenta que los decretos de estado de alarma hayan dejado a su sector fuera de las actividades esenciales, cuando en otros países sí pueden abrir pese a encontrarse en situación similar a España. Su condición de suministrador de piezas a empresas que siguen en marcha debería facilitarles el salvoconducto para mantener la actividad, entiende.

Calabuig es consciente de las dificultades de un sector como el suyo, que se ha tenido que abrazar para ser más fuerte. Este empresario preside la cooperativa valenciana Coinfer, que agrupa a 200 establecimientos; así como una central de compras (NCC), junto con otras cuatro cooperativas de otras autonomías. El tamaño es vital para afrontar el contexto actual del mercado.

«La ferretería de pueblo se ve 'atacada' por muchas vías: grandes superficies, venta on line€ Son muchos factores, ya no digo los bazares orientales, el no va más. Nos vimos muy afectados por la crisis. Esto es la gota que colma el vaso. Muchos no van a poder levantar la persiana de nuevo como no nos echen una mano», reflexiona.

Una cosa lleva a la otra y el comerciante termina lamentando la falta de decisión en los apoyos de la administración: «No veo muy bien que se hable de que la cuota de autónomo se va a aplazar cuando lo que debería haber es una condonación completa. Si tengo que pagar en 4 o 5 meses lo que no he pagado... En cinco meses no hemos levantado cabeza de esta crisis ni soñando», se lamenta.

Es un lamento, en realidad, de buena parte del sector. «Si vamos solo a un aplazamiento de impuestos vamos a tener problemas para seguir funcionando. Si no hay ayudas de verdad, no se puede echar la culpa a los empresarios de los despidos que haya», coincide Rafa Torres, presidente de Confecomerç.

La patronal se queja de falta de medidas en cuanto a gastos tan relevantes como los alquileres; a los aplazamientos de impuestos, que «solo dan liquidez temporal», y a unas líneas de crédito del ICO que «no nos permiten nada más que endeudarnos». «Suplir una falta de ingresos total con un préstamo te despatrimonializa. Hay que generar liquidez a través de la exoneración [de impuestos]. Está claro que esto irá contra las cuentas públicas, pero todo lo que vaya contra las cuentas privadas afectará a la recaudación y a los servicios públicos», advierte.

A pie de mostrador, los empresarios del comercio temen el día después. «Entendemos que esto va a provocar una crisis profunda como no se tomen medidas. Todos vamos a pedir y no hay recursos para todos, pero si no apoyan a la pequeña empresa estaremos mucho tiempo en caída. Deben ser inteligentes para que las empresas viables resistan», apunta Kiko Dasí, dueño de una carnicería en el Mercado Central y también asociado a Confecomerç. Su parada es tan antigua como el propio mercado. Su abuela, Rosa Lloris, fue de las primeras.

Pese a ser un servicio esencial, su actividad se ha resentido. «Acostumbrado al ambiente del mercado, ahora se te cae el alma a los pies. El entorno es como una película del apocalipsis. El mercado no parece el mercado», lamenta Dasí.

La crisis, como para casi todos, ha sido un mazazo. «Está siendo brutal. La importancia de la hostelería para una empresa como nosotros es muy grande, ya supuso una caída del 50 %», cuenta el empresario, que se ha tenido que acoger a un ERTE ante el hundimiento de la actividad en la parada en el obrador donde preparar sus elaborados cárnicos.

Y es que pasados aquellos primeros días en que las familias se abastecían como para una hibernación -«hubo días en que parecía Navidad, ahora se ha ido normalizando»-, en estos momentos van tirando con el «goteo» de gente del barrio que sigue pasando, y con el servicio a domicilio del Mercado Central, «un poco desbordado» estos días, y el propio que han implementado en la tienda. «Estamos haciendo un esfuerzo, no estamos preparados para esta logística», reconoce.

«No somos médicos pero cada uno debe aguantar en su sitio para que esto no sea más caótico. Sí que pensé que cerrara el mercado; preferiría perder si pudiera aguantar dos meses, pero si toca estar trabajando tienes que estar. Llevas comida a la gente y esto es tu forma de hacer que esto sea más llevadero», anima Dasí.

La cercanía y el servicio al cliente emerge con naturalidad cuando se pregunta a los comerciantes por esta nueva cotidianidad: «La situación es muy triste. Para nosotros el trabajo es contacto con clientes habituales, a los que conoces, sabes sus gustos, sus nombres, la familia que tienen... Si dejas de ver a personas mayores, te preocupas, ¿les ha pasado algo?», relata Eva Rozalén, empresaria en el sector de la panadería.

Junto a sus cinco hermanos, dirige Horno Rozalén, una pequeña cadena con cuatro establecimientos que comenzaron los padres y que la siguiente generación ha hecho crecer, especializándose en panadería, pastelería, y buscando nuevas vías de negocio cuando la gran distribución puso contra las cuerdas a los panaderos: ellos respondieron con comida para llevar, y luego, el cátering.

Para los héroes de este sector, que llevan gorro y mascarillas pero delantal en lugar de bata, la rutina también es estresante. «Intentamos mantener el ánimo, estar fuertes. Es muy triste. Dentro de casa estás en una burbuja. Saliendo a la calle se vive peor. No ves a nadie, ir al supermercado es una psicosis. Las compañeras que vienen en autobús intentan coger el que menos gente tiene. O en la tienda, con tantas medidas de precaución... Es como una situación irreal, viviendo dentro de una película. Nos ha pillado a todos fuera de sitio», cuenta Eva, en una empresa que vive estos días, más si cabe, con la disciplina de higiene de los protocolos sanitarios.

Este terremoto, además, ha cogido a su sector en uno de los momentos de mayores ventas del año. Primero, con la cancelación de Fallas; ahora, con las monas y panquemados de Semana Santa y Pascua. «Es una caída de ventas brutal. Para todo el gremio este mes es superfuerte», lamentan desde esta empresa, que ha decidido reducir el horario, cerrando por las tardes, y ha tenido que aplicar también un ERTE justo en un momento en que, precisamente, iban a reforzar la plantilla.

A Eva Rozalén le cuesta evitar la emoción. «Cuánto echamos de menos el estrés de este mes. Igual todo vuelve a la normalidad en octubre, en noviembre, pero tenemos que pensar que gracias a Dios estamos bien y pasarlo con el ánimo más fuerte que se pueda».

¿Y cómo será ese día después? «Cambiarán muchas costumbres, en un país donde vamos con los besos por delante no será tanto así. Si hay que chocar el codo, pues lo haremos. Pero saldrá el sol», se despide Eva. Y tanto que saldrá.

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