Escuchamos estos días, y es cierto, que nuestra atmósfera está registrando niveles de transparencia de hace décadas. En general, nuestro medio natural (agua, aire, suelo), sin la brutal presión humana habitual, se regenera haciéndonos ver el daño que le causamos, a sabiendas, bajo el supuesto del progreso colectivo que, antes o después, se volverá en contra. Pero el proceso de calentamiento climático, forzado por la emisión antrópica de gases de efecto invernadero, no para. Sigue igual o peor que hace semanas, cuando todo se paró. Cuando se redactan estas líneas, se hacen públicos los datos de niveles de CO2 en la atmósfera terrestre que han vuelto a establecer un nuevo record. La tendencia iniciada en 1958, cuando comenzaron estas mediciones de forma regular, nunca se ha revertido. Un año tras otro los valores superan los del anterior. Comenzó la serie con 315 partes por millón en volumen (ppmv) de CO2 en la troposfera terrestre. Este año se ha alcanzado las 416 ppmv, incrementando en 2 ppmv la proporción respecto a 2019. Una muestra evidente del fracaso de los acuerdos internacionales para la reducción de emisiones. Un mensaje de nulo optimismo sobre la futura evolución de nuestro sistema climático. Es cierto que la adaptación no debería ser, a priori, la solución a adoptar para solucionar este problema. Pero los datos anuales de concentración de CO2 en nuestra atmósfera no dejan mucho margen de maniobra. El calentamiento climático va a seguir durante los próximos años, décadas, por la negligencia de algunos países para asumir la única solución posible: la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero. Mientras tanto, desde una ética de la responsabilidad, no podemos perder más tiempo en la adopción de políticas y prácticas de adaptación para reducir sus perniciosos efectos socio-económicos y territoriales.