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Un día en la primera línea del virus

El personal sanitario del Hospital General Universitario del área Covid-19 relata cómo vive la pandemia

Un día en la primera línea del virus

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Los 5 miembros del grupo de sanitarios tardan cerca de 6 minutos en colocarse los equipos de protección individual (EPI), unos aparatosos monos blancos que recuerdan a esos virólogos de las películas de pandemias cuando estas cosas sólo ocurrían en el cine. Es la hora de repartir la comida y los astronautas traspasan la línea roja que hay pintada en el suelo camino de las habitaciones. Al que llega de fuera le cuesta un poco descifrar la señalización horizontal, hasta que le dejan claro, bien claro, que sólo puede circular entre las líneas amarillas. Hay una concienzuda gestión del espacio para arrinconar al virus. Si uno entra en la boca del lobo, ha de marcharse como entró: limpio.

El Hospital General Universitario de València ve una luz al final del túnel un mes después de la explosión de la pandemia. «Antes, esta pausa y esas caras menos tensas del personal era impensable. Empezamos a tener más alegrías que tristezas, pero nos queda mucho camino. Lo sabemos», explican MaiteJareño y Rafa Alcover, cada uno supervisor de una de las 7 salas del Área Covid-19, que ocupa casi la mitad del hospital. En cada una hay unas 30 camas, unas 220 en total, y la ocupación está al 90%. El miércoles hubo fiesta en la planta 3. «Dimos 8 altas y fue un aplauso continuo. Ese día marcó un antes y después, porque desde entonces ya tenemos más altas que ingresos. Al principio todos los días moría alguien o trasladaban a alguno a la UCI en muy mal estado», explica Alcover. «En caso de una catástrofe, a partir del segundo día todo empieza a estabilizarse. Con este virus no sabes qué te depara cada día», añade.

Sandra, que después de hora y cuarto ya ha atendido a varios pacientes y repartido menús (el astringente lleva arroz blanco, york a la plancha, compota, patata hervida y un panecillo)se quita las gafas del EPI y enseña unas marcas que han hecho costra bajo los ojos. Está chopada literalmente y antes de quitarse el pijama verde, la primera piel bajo el EPI, se lava las manos, un proceso que cada sanitario repite hasta 50 veces al día. Una vez cada 10 minutos.

Las buenas noticias siguen mezclándose con las malas en los pasillos. Y lo seguirán haciendo durante un tiempo. La semana pasada, en la misma planta, un paciente recibió un vídeo familiar que en realidad era una despedida. Él no lo sabía, pero la familia sí: había sido informada por el médico de su grave estado de deterioro antes de subir a la UCI. Murió. «Hemos vivido situaciones muy dolorosas. Los pacientes están solos, sin el apoyo emocional de las familias, y algunos se nos morían. Eso es lo más duro», explican los supervisores.

El equipo médico conoce ya el perfil de enfermo de la Covid-19 que corre peligro de muerte. «Es aquel que lleva 8 o 12 días con síntomas fuertes y empieza, de repente, con un gran deterioro. Lo mandamos a la UCI para intentar recuperarlos», apostilla Paco Sanz, neumólogo y jefe del Área Covid del hospital. Los índices de mortalidad están cada vez más claros: un 2% de los enfermos que están en planta y más de un 3% del que transita a la UCI», añade. El Consell, con la ayuda de la Universitat Politècnica, ha dotado de tabletas a los enfermos para mitigar su soledad. Ahora pueden comunicarse con sus seres queridos. Aunque el lado humano del personal sanitario, ahora más visible que nunca, a veces es suficiente. «Después de 3 semanas, estoy esperando el negativo para marcharme a casa. Lo haré gracias a todos los sanitarios. Son unos héroes», afirma Ximo al fotógrafo, que ha entrado disfrazado de virólogo a una habitación, antes de romper a llorar. A su lado, Juan también hace el signo de la victoria. «Yo estoy aquí de categoría. No podemos estar en mejores manos», añade.

En el pasillo, una mujer vestida de calle y que ronda los 50 años aparece en el tránsito entre las líneas amarillas a recoger la ropa y los objetos de su marido. Se hace un silencio. «¡Está mejor!», vocaliza bajo la mascarilla. El hombre fue subido a reanimación tras empeorar de un día para otro.

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Un día en la primera línea del virus

Junto a un mueble de la sala de enfermería, que contiene diazepam, corticoides, adrenalina, dopamina y muchas cosas más, sale otra voz animosa. Acaban de llegar hamburguesas donadas por Burguer King. El espíritu de equipo y la solidaridad son palabras repetidas entre los sanitarios. El día antes una floristería envió flores al personal. El día de Pascua, hubo monas para toda la planta, delicadeza de un horno. «La gente es buena, no hay duda. Y eso ayuda porque pasamos momentos muy duros, sobre todo al principio. Ahora empezamos a respirar. Yo a veces lloro de camino al hospital, pero cuando entro cambio la cara. Empatizar con los enfermos es parte de esta profesión. Es nuestro trabajo, ahora y siempre», apostilla Maite. A su lado, una empleada de limpieza limpia a conciencia, otra vez, los estantes, las sillas, los teclados... La guerra al virus, en equipo perfectamente armonizado, es total.

La UCI se da un respiro

Viajamos a la UCI. El Hospital General ha cuatriplicado las camas en la unidad más perentoria, donde la frontera entre la vida y la muerte, aquí sí, es muy fina. Hay 4 UCIs habilitadas para enfermos de la Covid-19. Hoy hay 27 pacientes. En la semana del pico llegó a haber 40, con un tope de 47 camas. Se rozó el colapso. Un mes de pandemia ha servido para conocer mejor al invasor. «Al principio sentía mucha frustración, ingresaban de cuatro en cuatro y no podías hacer nada», explica Carolina Ferrer, coordinadora de la UCI. Bajo la mascarilla se le adivina el cansancio, que no la derrota. El parásito empieza a retroceder. «Ahora nos adelantamos a los acontecimientos. Sobre todo se hace muy duro hablar con la familia. Llamar para decir que se está muriendo y que no pudieran venir a despedirse», añade. «Esta es una nueva forma de trabajar en la UCI. Es muy duro porque desde el Consell llevábamos tiempo con un proceso de humanización de esta unidad. Los pacientes están traqueotomizados, sin familiares, y no pueden hablar», lamenta De Andrés, jefe de servicio.

Al otro lado del umbral, dos sanitarios vigilan las constantes de un enfermo que lleva un mes en la UCI. Treinta días discutiendo con la Parca, que no ha podido con él. Su neumonía ya está controlada. «Un mes en la UCI es brutal», expresa con rabia Carolina. «Un plan de contingencia nos ha permitido reforzarnos con médicos de otras especialidades. Ahora hemos creado un equipo de pronadores (dan la vuelta a los pacientes)», añade De Andrés, que utiliza el símil deportivo para animar al equipo: «Aunque a veces vayamos perdiendo 6-0, les digo que vamos a remontar».

La iniciativa de un grupo de ginecólogos, liderados por Carmen Baixauli, sirve para aplacar una de las grandes contrariedades en la sala de críticos: la soledad. «Les pedimos a los familiares que les escriban cartas y se las leemos. En algunos casos, los que pueden, son ellos los que nos hacen transmitir sus emociones a la familia», explica Carmen, que ha pasado de alumbrar vidas en los partos a bailar con la muerte. A uno de los enfermos le tararea el Nessum Dorma por petición de su familia. A otros, más cerca de la muerte que de la vida, les lee cartas de despedida.

El box del 'acompañamiento para el bien morir', bautizado así porque permite despedirse a los familiares de los pacientes moribundos en casos de accidentes u otras situaciones críticas, está vacío. La Covid-19, terriblemente contagiosa, no da ni siquiera esa licencia. «Una microgotita de este virus es una tormenta», subraya el jefe de servicio.

Los responsables de la UCI, como los de planta, no se despiden sin acentuar un mensaje: «Aquí no hay estrellas. Todos somos héroes. Los que se quedan en casa, también. Deben saberlo».

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