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La vida bajo una doble pandemia

Mbaye Thioune, junto a sus cuadros hechos con arena, en su vivienda del barrio de Orriols (València). Germán Caballero

El 11 de mayo no tiene nada de especial para Mamadou, Osmane y Dawda. Cuando uno no tiene papeles ni trabajo, la nueva normalidad es pura entelequia y no hay desescalada que valga. Antes de que la pandemia pusiera patas arriba el mundo, ellos ya experimentaban el drama del confinamiento forzoso y la distancia social. Los tres comparten una de las casas de acogida que la Asociación Valenciana de Solidaridad con África (Avsa) brinda a migrantes sin recursos a la espera de poder regularizar su situación. Antes sobrevivían como manteros en las calles de València, huyendo de la policía. Ahora apenas hay faena en el campo para ellos y, sin ningún ingreso, aprovechan el tiempo para instruirse. Pero los eternos trámites burocráticos de una administración paralizada alargan su desesperación. La covid-19 ha metido en el congelador ese sueño tan sencillo en apariencia que les acompaña desde que partieron de Senegal y Gambia hace más de diez años, dejando atrás hijos, esposas y madres para jugarse la vida: «Conseguir un trabajo, si Dios quiere».

La misma fe guía los pasos de Mbaye Thioune, un artista senegalés de 45 años que se ganaba la vida como vendedor ambulante hasta que se vio empujado a refugiarse en su piso del barrio de Orriols y a pedir ayuda para comer. «Ha sido muy díficil. He podido sobrevivir por el apoyo de la gente y de València Acoge». Mbaye, que tiene Cantando bajo la lluvia como melodía de espera en el teléfono, ha dedicado la cuarentena a crear. Compone cuadros con arena a los que ahora trata de dar salida por las redes sociales, hasta que pueda volver a la calle a venderlos. Espera que pronto, aunque no sabe cuándo. Su habitación se ha convertido en una exposición improvisada, pero su gran aspiración es terminar el año que viene Educación Social en la Universitat de València para tener un trabajo remunerado. El miedo a no poder pagar las facturas o a quedarse rezagado este curso está siempre presente. Sin internet, seguir las clases online se vuelve complicado. «Escribí para que me llegaran los deberes y el trabajo a casa. Lo importante es no parar y moverse. Las cosas no mejoran por sí solas», reflexiona. Con papeles desde la época de Zapatero, Mbaye sueña con abrir una galería y con una política de inmigración diferente. «La gente está acostumbrada a que los migrantes solo trabajen en el campo, pero muchos estamos bien preparados y nos cuesta mucho más estudiar».

José Armando González llegó a València desde Colombia hace un año y, mientras procura regularizar su situación, vuelca todas sus esperanzas en retomar esta semana las eventuales reformas y mudanzas que dejaron de reportarle ingresos hace más de un mes. «El confinamiento me puso el mundo patas arriba. La incertidumbre de cómo iba a hacer para costear el alquiler y vivir fue muy dramática». A sus 38 años, José Armando escribe poesía y ha aprovechado el estado de alarma para avanzar en un proyecto de relatos y en algunas participaciones en certámenes literarios. Si ha podido salir adelante es gracias al fondo de resistencia de València Acoge, donde está involucrado en actividades culturales. «Lo que aprendo de todo esto es la gran solidaridad de las personas en España. Ojalá al superar la pandemia este valor se mantenga con igual intensidad».

Malika Ouchitachen confiesa que cayó en una depresión cuando, la primera semana de marzo, el virus le privó de su sueldo como trabajadora del hogar a tiempo parcial en tres pisos. Desde que abandonó el Alto Atlas marroquí para establecerse en Europa hace 20 años (ahora tiene 53), ha sido la primera vez en la que se ha visto en la tesitura de tener que llamar a la puertas de los servicios sociales y las ONG para recoger alimentos. «Es algo durísimo. Da mucho pudor porque después de tanto tiempo me ha sido imposible ahorrar ni un duro». Malika, que tiene estudios de Filología, cree que las ayudas anunciadas por el Gobierno para su sector llegan tarde, después de 50 días, y dejarán a muchas empleadas excluidas. «Desde el primer momento se ha dicho que nadie se va a quedar atrás, pero no parece que vaya a ser así. Las trabajadoras del hogar no solo están castigadas por la covid-19, sino siempre. La gente nos deja lo más caro y valioso que tienen, pero no se nos valora. No tenemos derecho al paro ni al subsidio», lamenta Malika, a la que no le llega ni para pagar el alquiler con la retribución de los tres pisos en los que está contratada. Antes de la pandemia, compaginaba el empleo con actividades culturales y de sensibilziación en colegios y universidades donde trataba de construir puentes con la gente autóctona y derribar tópicos. Para ella, la incerteza tampoco termina mañana: todavía ha de esperar una o dos semanas más para saber si volverá a trabajar. El 8 de abril llamó para solicitar ayudas al alquiler y le pidieron paciencia. «Si no fuera por la paciencia me tiraría de un octavo piso». No obstante, notar el calor de la gente ha permitido a Malika sobrellevar la situación. «En 50 días aprendí más que en 50 años. Mi desgracia es económica, pero hay personas que han pedido seres queridos sin poderlos acompañar. En la finca donde vivo nadie sabía cómo me llamo y ahora empiezo a conocer a los vecinos, me preguntan cómo estoy y si necesito ayuda. Ojalá estos valores no los olvidemos. Antes vivíamos cada uno de su propio ombligo», remacha.

Rosana llegó de Argentina a València hace tres años y también es empleada del hogar, aunque prefiere ocultar su verdadero nombre para evitar problemas, porque no está regularizada y trabaja en negro. «Cuando mi empleador me pidió el DNI para poder circular y se enteró de que no tenía papeles, me dijo que fuese más tiempo por el mismo dinero o se buscaría a otra persona». La oferta: trabajar 10 horas a la jornada cuidando de una gran dependiente por 1.050 euros. «A la primera que se deja ver mi debilidad se agarran ahí. Esta crisis expone la situación de vulnerabilidad de la gente en situación más precaria. Yo no pienso en el miedo al coronavirus, me da más miedo quedarme sin trabajo», apostilla Rosana, que ha encontrado apoyo en la Asociación Intercultural de Profesionales del Hogar y de los Cuidados.

La emergencia sanitaria también ha evidenciado la precariedad del colectivo de repartidores que trabajan como falsos autónomos para plataformas digitales. Pepe Forés, portavoz del sindicato RidersxDerechos, dibuja una «situación de desprotección» agravada por el desplome de la facturación sin compensaciones. «Antes, los riders se podían sacar 1.000 euros si trabajaban 10 o 12 horas al día. A partir de marzo los pedidos cayeron y los ingresos se redujeron a la mitad. Como autónomos, para optar a las ayudas del Gobierno necesitamos presentar pérdidas del 75% y nosotros no disponemos de los datos de facturación de las empresas». A esa circunstancia se suma el riesgo de sufrir un accidente laboral y quedarse sin ingresos o la reducción de tarifas impulsada por Glovo. «Yo tengo la suerte de cobrar una pensión con la que puedo pagar el alquiler, pero la mayoría de repartidores son migrantes sin recursos que salen a la calle sin saber si van a cobrar 5 o 50 euros», ahonda Forés, que mantiene la esperanza de que el Gobierno cumpla con su palabra y legisle para regularizar al colectivo.

Mamadou, Osmane, Dawda, José Armando, Mbaye y Malika son solo algunos nombres detrás de las cifras de personas vulnerables. Entidades como Avsa o València Acoge detectan situaciones cada vez más insostenibles de familias sin recursos y piden una regularización extraordinaria para evitar que aumenten las bolsas de exclusión y marginalidad. Con los servicios sociales colapsados y el retraso de las tramitaciones, denuncian que la maquinaria administrativa no dispone de una respuesta rápida y eficaz para que los de siempre no se queden al margen. «Es una bomba de relojería», alertan.

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