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Estatuas en peligro

La muerte de George Floyd ha globalizado el debate sobre el racismo, con una derivada en forma de monumentos derribados. Más allá de comportamientos irracionales, las imágenes de símbolos caídos animan a una reflexión más profunda, la de cómo las sociedades gestionan su memoria

Pizarro, en la plaza de Manises de València. Estatua puesta en tiempos del franquismo como exaltación de la raza. Fernando Bustamante

No es extraño ver caer una estatua. En nuestra cultura lleva ocurriendo desde los romanos: damnatio memoriae, se ha llamado a aquel castigo. Condenado a no existir, borrado de las páginas de la historia. Una muerte civil reservada para los ilustres en la época del Imperio, eliminados de textos, grabados y también efigies.

Es lo propio en un cambio traumático de un régimen. El mundo asistió a la muerte simbólica de Sadam Hussein, en 2003, arrancado del centro de la plaza Firdos de Bagdad; Lenin perdió la cabeza tras la caída del Muro, y permaneció 25 años enterrada. En España, las representaciones a caballo de Franco tardaron años en ser retiradas, con discreción, viva metáfora de una transición llena de renuncias para contener a los ultras.

Los valencianos, por su parte, tienen en su historia un caso de libro de damnatio memoriae, pero más original e irónico. No hay borrado, sino castigo explícito. Desde 1957, la figura de Felipe V, primer rey de la dinastía borbónica, responsable del saqueo y quema de Xàtiva, de la desaparición del Reino de València en 1707, cuelga boca abajo en el Museo de la capital de la Costera.

Y es que a veces pasan siglos hasta que alguien activa el interruptor. La muerte violenta a manos policiales de un hombre negro en EE UU ha desatado una oleada de protestas y un debate sobre el racismo estructural en América y el mundo, con una derivada en forma de ataques a estatuas de comerciantes de esclavos, generales confederados estadounidenses, reyes con incómoda trayectoria colonial como el belga Leopoldo II, o protagonistas del imperialismo español, como el propio Colón, o el misionero franciscano balear Junípero Serra, tumbado en San Francisco. El Black Lives Matter ha terminado por brindar un sugerente debate sobre la memoria, más concretamente sobre cómo la gestionan los pueblos.

Más allá del espectáculo mediático y del comportamiento imitativo de la era Twitter, en ocasiones irreflexivo y carente de rigor (se han llegado a vandalizar los homenajes a Churchill, referente en la resistencia contra el nazismo, o a un escritor universal como Cervantes), el debate sí interpela a todas las sociedades. ¿Qué hacemos con estos monumentos de bronce y piedra cuando su legado puede incomodarnos?

«No hay personaje histórico que aguante la revisión contemporánea, en cualquier tema. Por ejemplo en la violencia, física o estructural. Ha sido inherente a lo largo de la historia y no era una valor considerado como nosotros lo hacemos. La ruptura mental del siglo XVIII es tan grande que no podemos juzgar ningún hecho anterior con nuestros conceptos. Por ejemplo la igualdad: ni existía, es un fruto de la Ilustración. Ni los cristianos pensaban que los musulmanes eran iguales a ellos ni los musulmanes lo pensaban respecto a otros pueblos», explica Vicent Baydal, cronista de València y especialista en Historia medieval.

Hay en el catálogo de ilustres valencianos algunos que bien podrían verse en apuros si se analizaran sus hechos con el filtro del siglo XXI, donde la conciencia colectiva tiene sedimentados los valores de las revoluciones burguesas, el pacifismo o el respeto a los derechos humanos. El propio padre fundador Jaume I, por ejemplo, que no deja de ser un conquistador medieval con lo que eso comporta en forma de matanzas, esclavitud o usurpación de tierras. O el morellano Francesc de Vinatea, primer jurat de València en el recién nacido Reino (siglo XIII) y residente en la plaza del Ayuntamiento de València, en cuya biografía pesa el asesinato de su esposa, a la que descubrió cometiendo adulterio; un crimen por el que pagó en vida.

«En el debate de las estatuas hay una diferencia entre juzgar al personaje y juzgar el motivo por el que se le conmemora. En el caso de Jaume I no se pone su estatua porque sea un homicida de musulmanes, sino porque es el padre de los valencianos, quien creó el Reino de València. No podríamos poner una estatua de nadie, en ningún lugar del mundo, porque antes del XVIII todos los políticos mataban, todos», añade Baydal.

«Con Vinatea no alabamos que en un momento de su vida matara a su mujer en un crimen pasional, sino que recordamos un hecho que además aparece en la placa de su pedestal: que se enfrentara al autoritarismo para defender las libertades de los valencianos, los Furs y la integridad del Reino ante el peligro de una posible conquista castellana. El quid está en que la estatua no está por lo que alguien considere, sino por un hecho concreto que no tiene nada que ver con lo que se le puede atribuir de negativo a una persona», resume.

El debate, como se ve, está lleno de matices, de casuísticas. ¿Qué hacemos con las mujeres de la historia a las que hoy se quiere reivindicar? ¿Qué hacemos, por ejemplo, con Matilde Pérez, una valenciana que se convirtió en la primera alcaldesa que hubo en España, en Quatretondeta, pero que formó parte de una dictadura, la de Primo de Rivera? «¿No hay derecho a que se le ponga una estatua? Yo sí la pondría como primera alcaldesa de España. Por ese hecho», apunta. O Pizarro, conquistador español a sangre y fuego que sometió al imperio inca en el siglo XVI, que se eleva nada menos que ante el Palau de la Generalitat. «Es un personaje de un mundo anterior a la contemporaneidad, pero a mi parecer sí que se debería quitar la estatua en la plaza de Manises. El hecho que conmemora es la exaltación a la raza, lo puso la dictadura franquista. Eleva unos valores que no casan con los nuestros», insiste.

«Es un tema endiablado, muy complicado porque no hay blanco o negro, sí o no, depende del contexto, del momento? El uso de la historia es muy contextual», coincide la catedrática de Historia Contemporánea de la Universitat de València Isabel Burdiel sobre el movimiento surgido tras la muerte de George Floyd. «Lo fundamental es que tirando estatuas no se gana ni un adepto más a la lucha contra el racismo. Es un desahogo y los desahogos en política son muy peligrosos. Lo que planteo es que esas energías se deben encauzar a conseguir cambios efectivos o reales, no explosiones que se agotan en sí mismas. Medidas claras y contundentes; cambios, por ejemplo, en la policía americana», añade.

Menos reacio a la retirada de estatuas se muestra el pensador y catedrático de Historia de la Filosofía de la Complutense José Luis Villacañas. Más allá de los comportamientos miméticos y poco reflexivos que se han dado, el filósofo considera este movimiento de revisión como una «operación legítima». «Lo que creo es que las decisiones acerca de lo que una sociedad quiere conmemorar, lo que une, o representa o no a esa sociedad, debe estar siempre sometido al imperativo de la verdad. Ahora bien, una vez nos comprometamos con el conocimiento de la verdad puede derivarse que determinadas estatuas puedan dejar de de representarnos porque ofenden a determinados pueblos, minorías de esos pueblos? Es un ejercicio de salud, de cohesión de la sociedad que las instituciones no se vinculen a la memoria de personajes que, con fundamento, ofenden a nuestra memoria».

En un receso de las sesiones del Senado, que precisamente esta semana ha abordado a iniciativa del PP la «hispanofobia» de estos actos, Javier de Lucas viene a coincidir con Villacañas. «Detrás de lo que puede ser anécdota, que en algunos casos no es solo anécdota, hay bastante de lo que una parte de la Filosofía de la Historia y la Política denominan justicia reparativa. Todos los pueblos antes o después han de ajustar cuentas con su propia historia, sobre todo cuando hay elementos que se muestran dañinos», afirma el senador y catedrático de Filosofía del Derecho de la UV. «La paz sin justicia no es paz», dice evocando uno de los lemas del Black Lives Matter, que ya estaba en los textos de San Agustín. «Sin un proceso de reparación -apunta citando igualmente la transición española tras el franquismo, la colonización española o la permanencia de elementos propios de un sistema de dominación como el que sufren minorías como la negra en EE UU- es difícil que haya una verdadera reconciliación».

Villacañas recuerda que la revisión de la herencia hispánica en América que subyace al derribo de estatuas de Colón no es precisamente nueva. Lleva décadas. El pasado año, por ejemplo, la capital Washington se sumaba al más de un centenar de estados y ciudades que han suprimido el Columbus Day como gesto hacia los pueblos indígenas que sufrieron la colonización. ¿Cómo abordar entonces el recuerdo de hechos surgidos desde otras coordenadas morales y que forman parte de la épica nacional? «Tenemos que celebrar un juicio histórico, que se hace cargo del contexto, pero se trata de celebrarlo ahora en el presente y eso implica hacerlo con los criterios morales propios, y no puede celebrar cosas que ofenden a otros», explica.

A la hora de abordar estos debates, sostiene el filósofo, se mezclan la verdad con la intervención de las opciones políticas actuales, que definen previamente cómo debemos relacionarnos con este pasado. «Esto cortocircuita cualquier aproximación compleja, plural, que muestre que cuando decidimos celebrar un pasado lo que estamos diciendo es que no nos avergonzaríamos de volver a hacer lo que se hizo. Eso implica un compromiso moral. Celebrar incondicionalmente la historia como pasado implica no tener mayores objeciones a repetirla. Y, yo, si tuviera que repetir lo que hizo Pizarro tendría que cometer a diario actos de los que me sentiría avergonzado. Tengo que conocerlo, pero no entiendo por qué tengo que celebrarlo», concluye.

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