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Testimonio

"No somos okupas"

La covid-19 ha traído la paralización de los desahucios durante los seis meses posteriores al estado de alarma y ha permitido respirar tranquilas a miles de familias que, por pura necesidad y ahogadas por la pobreza, tuvieron que entrar en un inmueble vacío y enfrentarse a la etiqueta de "okupa"

Sergio y Sara, reflejados en el espejo que compraron antes de su primer desahucio.

Un espejo comprado en el bazar chino del barrio. Por aquel entonces Sergio no podía hacerse ilusiones de tener cosas buenas, no había dinero para gastar. «Pasé por delante del escaparate y decidí darme un capricho. Me compré este espejito y pensé 'esto es propiedad mía'. No sé cómo explicarlo? Es mío de verdad». Al poco tiempo, él, junto a su mujer Sara y sus cuatro hijas menores fueron desahuciados. Así empezó a ser okupa.

Hoy Sergio mira ese espejo desde un piso «de patada» del barrio valenciano de Orriols. Todavía lo conserva. Es un retazo de su anterior vida. Han pasado casi diez años y seis desahucios por usurpación de vivienda. Él no es un criminal, ni pertenece a ninguna de las famosas «mafias», es un albañil y padre de familia que, ahogado por la pobreza, se vio en la calle con sus cuatro hijos. Su familia es okupa en España, el país con más vivienda vacía de toda Europa y con más inmuebles construidos por habitante. Y sin embargo él no encuentra un hogar. El juzgado le notificó en marzo su desahucio, el banco propietario del inmueble lo tenía todo listo para venderlo a un fondo de inversión extranjero. Llegó la ansiedad, la tristeza y las noches sin dormir, pensando en el día en que llegaría la policía para sacarlos de aquella casa. Pero lo que llegó fue la covid-19. Y un wasap de su abogado. Se paraliza todo (de momento).

El espejo tiene un marco de plástico blanco. Está un poco sucio. Lo tienen en el comedor, al lado de la tele. Ha pasado por muchos pisos y de todos se lo han llevado. Porque es fácil de transportar, pero sobre todo porque es suyo. Ahora está en una vivienda de 40 m2. Es una casa vieja, con unas paredes feas y desgastadas y muy pocos muebles, el baño es pequeño y sin agua caliente, así que se apañan calentando agua con un puchero. Además, el banco no les deja arreglar nada. Es un techo, pero no un hogar. Un techo que no es suyo. Eso es lo que reconcome a Sergio y Sara cada día, como una pesada carga. Ese es su refugio en medio de una pandemia que ha paralizado el mundo.

Antes de entrar en la propiedad, Sergio se informó. Está en un piso de un banco que llevaba cuatro años inhabitado, como se puede ver por su mal estado. «Mi día a día es luchar por la vida. Pelear por tener un trabajo, acceder a una vivienda. Luchar, luchar y luchar», confiesa Sergio. Porque el derecho a la vivienda es el derecho a la vida. Así lo aseguró la relatora especial de Naciones Unidas sobre el derecho a la vivienda digna que visitó España en marzo de 2019. La Declaración Universal de los Derechos Humanos (artículo 25) lo recoge como «el derecho a vivir en paz, seguridad y dignidad en alguna parte». Sergio y Sara piensan mucho, su cabeza no para de dar vueltas ¿Qué haces cuando no tienes una casa donde quedarte? «Ahora estamos muertos en vida», cuentan. «Fíjate lo que es una vivienda, te da la felicidad. No vives con tristeza, no vives desesperado. Llegas a tu casa, echas la llave y que vengan carros y carretas, yo ya tengo mi hogar. Tener un piso para nosotros sería volver a vivir».

«Esto no es mío, no me pertenece a mí. Más quisiera yo poder estar tranquilo y dedicarme a otras cosas en vez de estar preocupado por buscar una vivienda», cuenta Sergio. Su mujer Sara le completa: «Cada vez que salimos de casa a comprar el pan lo hacemos con miedo a que venga el banco, o la policía, nos cambie la cerradura y nos quedemos en la calle».

En busca del fuego

«No. Ene, o». En cada inmobiliaria en la que pedían un alquiler asequible, cada vez que reclamaban una vivienda pública. Dos letras enormes. «Me cerraban las puertas y el corazón se me hundía en el pecho. Cuando hablo del tema se me viene el mundo encima», cuenta Sergio. Él cobra 990 euros gracias a la Renta Valenciana de Inclusión, pero los requisitos que demandan las inmobiliarias son inasumibles para ellos y el parque público está colapsado.

Ser okupa significa ser un nómada. Nada dura demasiado. Cualquier amago de estabilidad es solo un espejismo. Y en el camino se va perdiendo el hogar. Un somier, dos colchones, una pequeña librería y algunas sillas, fue lo poco que pudo sacar Sergio de su anterior piso. El banco necesitaba las llaves rápido y hubo que dejar muebles dentro. Allí se quedaron un sofá, una mesa, varias estanterías y hasta una nevera que compraron. «Nos mudamos de la vivienda con lo justo que podemos cargar y dejamos muchas cosas atrás ¡No podemos estar con la casa a cuestas!» cuenta Sara.

Son casi diez años en busca de un hogar. De momento solo han encontrado techos. «El hogar etimológicamente significa 'la casa del fuego', donde todo el mundo se recogía para calentarse, para estar cómodo y protegerse de los peligros de fuera. Seguridad, paz y comunidad. Sin esas tres escalas es imposible desarrollar una vida», explica Nacho Collado, abogado experto en vivienda de la cooperativa El Rogle. Para Sergio y Sara no hay nada: ni seguridad, pues están en medio de un proceso de desahucio que les puede dejar en la calle, ni confort, imposible de encontrar en un piso viejo que no sienten como suyo, y tampoco comunidad, ya que la etiqueta «okupa» les criminaliza frente a sus vecinos.

Falta de interés

No hay demasiados datos sobre el fenómeno de la ocupación en España. Una realidad que, según Adelina Cabrera, abogada experta en vivienda, «es una prueba de la falta de interés de las administraciones públicas en considerarlo como un fenómeno relacionado con la pobreza». Según la Fiscalía General del Estado, en 2017 se iniciaron 10.373 procedimientos por usurpación de vivienda, una cifra inferior a los 27.263 de 2015, cuando alcanzaron su máximo tras la crisis. No existen datos sobre la cantidad de condenas o los contratos de alquileres sociales que se formalizaron entre okupas y bancos.

Tampoco hay datos desagregados por comunidades, pero la Oficina de Seguimiento de Viviendas Ocupadas en la Comunidad de Madrid, dependiente de Policía Nacional, contabilizó en 2017 que en la región había 3.994 casas ocupadas sin título legal. De estas, 2.045 pertenecían a bancos y grandes fondos de inversión y sólo 621 eran viviendas particulares (también de grandes tenedores). El parque de vivienda en la Comunidad de Madrid es de 2,9 millones de viviendas, por lo que resulta que solo el 0,14% está okupado. Si nos fijamos en la okupación de viviendas de particulares, vemos que tan solo supone el 0,02% de las viviendas, una cifra en la que se incluyen propietarios únicos y grandes tenedores.

La plataforma Obra Social Barcelona publicó un estudio sobre el fenómeno de la okupación en Catalunya en el año 2018. De ahí se informa que el 93% de las personas que se ven obligadas a ocupar tienen unos ingresos por debajo de 1.000 euros para todo el hogar. En el 55% de los casos hay menores de edad, el 73% de las personas tienen nacionalidad española y el 75% ocupan por no poder pagar una vivienda o tras haber sufrido un desahucio. Todo, en un país con un 13 % de vivienda en desuso, según datos del INE.

Sin más cifras ni estudios sobre el tema, los mitos sobre la ocupación continúan muy extendidos. «Todos hemos visto historias en prensa de 'una familia que se va de vacaciones y le ocupan su vivienda'. Esto es tremendamente falso. La ocupación de viviendas de particulares es una situación extremadamente anecdótica que ha tenido mucha relevancia mediática. Es necesario explicar que no es así, se ocupa poco y se hace por necesidad. En el imaginario popular se ha construido el relato de que el okupa es una persona que no merece una vivienda ¿Por qué? Porque es un vago, porque no quiere trabajar? Y es increíble porque este relato se ha construido para alimentar el miedo de la clase trabajadora a los más pobres», explica Collado.

El nuevo hombre del saco

Cuando okupas una vivienda dejas de ser una víctima arrollada por el sistema y pasas a ser un delincuente. «Miedo. Mucho miedo. Me despertaba entre sudores cada noche y por las mañanas, si escuchaba el timbre, me ponía a temblar. Te acuestas pensando en la situación y sueñas con que te tiran de casa. Yo tuve una pesadilla en la que venía la policía y a la fuerza nos dejaba en la calle. Y, encima de que nos desahuciaban, se reían y se burlaban. Son pesadillas... Y se pasa especialmente mal por los niños» relata Sergio. Sin embargo, el día que llegó la policía, todo se calmó. «Como abogados, lo primero que tenemos que hacer el 90% de las veces es tranquilizar a nuestros clientes, explicarles que como inquilinos u okupas tienen unos derechos y hay que seguir unos plazos. Ese simple conocimiento ya les tranquiliza. Porque al menos sabes qué día te desahuciarán y tienes algo de tiempo para prepararte» cuenta Nacho Collado.

Los okupas no quieren ser okupas. La palabra está marcada, criminalizada, mal vista. Ya no eres un vecino, eres «el okupa» de la finca. «Yo comprendo que estamos cometiendo un delito, que somos criminales, pero estamos obligados a vivir así. Si no estaría en la calle con mis niños. Yo nunca he estado viviendo en el piso de un particular, solo de bancos. Ellos tienen muchos pisos cerrados durante años, ni los alquilan ni los venden. En un piso pedí que me hicieran un alquiler social, pero me lo denegaron, el banco me desahució y colocó una puerta blindada de metal para que nadie más pudiera entrar».

La grieta

Ni pescado, ni cordero, ni ternera. Más bien pasta, huevo, espaguetis o lomo. Hay que estirar el dinero y no se pueden permitir caprichos. Sara no se acuerda de la última vez que en su casa comieron salmón. Ya no se puede almorzar en el bar, ahora el bocadillo se hace en casa. El internet para las clases online de sus hijos es lo primero que se paga. El confinamiento sí entiende de clases sociales. Antes Sergio buscaba chatarra o hacía alguna reforma para ganar algo de dinero, pero el virus lo encerró en casa. En su lugar, una ayuda de 60 euros para los niños y el reparto de la Iglesia Evangélica de Barona permiten que no les falte el alimento. Desde su ventana no se ve la calle, solo la pared ruinosa del patio de vecinos. Y un poco de cielo.

En el comedor, justo enfrente del espejo, se refleja una grieta. Está en mitad de un pilar, al lado del sofá. Sergio cuenta que le gustaría arreglarla. También le gustaría dar una mano de pintura, adecentar el piso y dejarlo un poco a su gusto. Pero la mediadora del banco le advierte por el móvil, no puede tocar nada. No puede trabajar, no puede acceder a un alquiler, no puede entrar en una vivienda pública. Querer y no poder. Cuando Sergio tape esa grieta podrá volver a la vida, hasta entonces sigue malviviendo bajo un techo que no es suyo. «El día que me hagan un alquiler social vas a venir a hacerme un fotorreportaje de mi piso ¿Cuando yo pueda hacer cosas en mi casa? Buah, no la vas a conocer. Pienso pintar, arreglar la caldera, comprarme una tele de 52 pulgadas». Cuenta que el espejo se lo quedará. Sueña con colgarlo algún día de una pared que sea suya.

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