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Lola de Miguel, la pintora que frustró el yugo del maltrato

A sus casi 90 años, ha decidido romper el silencio que protegió durante toda su vida al hombre que truncó sus aspiraciones a base de golpes, aislamiento y humillaciones en un tiempo en que la violencia machista no tenía ni nombre. Lola de Miguel representa a esa legión de mujeres que sobrevivió al machismo más recalcitrante en los negros años del franquismo..

Lola de Miguel, la pintora que frustró el yugo del maltrato

Lola es una superviviente. Y una pionera. En muchas cosas. El próximo 14 de diciembre cumplirá 90 años. Nació para inaugurar la década de los 30, en aquél Madrid anterior a todo, donde las cosas aún eran posibles. Soplaban aires de libertad, de cambio, de modernidad, y el tufo del fascismo solo parecía un lejano hedor que aún no hacía predecir al común de los mortales la negritud que aguardaba a la vuelta de la esquina. Pertenece, por tanto, a esa generación de mujeres, hoy nuestras mayores, las de 60, 70, 80, 90 años, que, desde el silencio más absoluto, no dejaron de luchar por respirar, por vivir, por sobrevivir, desde la cuna, hasta la tumba. Le ganaron la batalla a una guerra (algunas, a dos), al hambre, al trabajo que despelleja manos, al dolor, a la miseria y hasta a la maternidad. Y al machismo, con mayúsculas, que entonces no tenía ni nombre, pero sí las mismas garras que arrebataban vidas y convertían las del resto en infiernos ocultos a los ojos de todo aquel que no compartía gritos y golpes entre las cuatro paredes de la casa. O de la habitación.

Lola, nacida Dolores Julia, es una de ellas. La segunda de tres hermanas, creció lo feliz que se podía crecer en un país donde los tambores de guerra dejaron de ser una amenaza para convertirse en una pesadilla tan real como el hambre y los cadáveres que empezaron a sembrar las calles madrileñas a partir de aquel aciago 18 de julio de 1936. Madre costurera devenida en ama de casa y padre conductor de grúas, enseguida comenzó a despuntar por su destreza con el lápiz -los pinceles aún vivían en la región de los sueños-. Lejos de cortarle la alas, su padre, que apreció en ella desde niña esa ansia de libertad y empuje contra la vida de los nacidos bajo el centauro, la animaba a seguir, a aprender. A expresarse.

La guerra lo distorsionó todo. « Recuerdo las carreras por los tejados, los cadáveres en la calle», rememora, el rostro surcado de arrugas, las ojeras marcadas por la vida, pero una mirada vívida e inteligente. Risueña siempre. El verbo compartir no resumía entonces un valor social, solo una necesidad primaria. Pura supervivencia. Lola, sus padres y sus hermanas se tuvieron que mudar a un piso mucho más modesto donde vivían tres familias más. Las cenas frugales no eran una dieta de cara al verano, eran una imposición del desabastecimiento y la cartilla de racionamiento. El padre traía cuando podía un poco más de comida, unas legumbres, unas patatas y «hasta bellotas y algarrobas» que le regalaban en los pueblos que recorría con la grúa. Para las suyas, pero también para otras familias más desfavorecidas. Al acabar la guerra, se quedó sin trabajo y decidió hacerse inspector de policía.

La niña con el don de captar la luz

Las hermanas, como el resto de los niños de aquella España rota y gris petróleo, no tenían colegio al que ir. El padre les procuró un profesor (a cambio de comida) para enseñarles protocolo y «a escribir con pluma». Las escuelas reabrieron cuando tenía 9 años, pero solo pudo pisar las aulas hasta los 14 porque se tuvo que poner a ayudar a la madre a coser ropa «para fuera» y ganar unos duros más para el sustento de tanta boca. Peor ya había empezado a destacar en la habilidad de retratar a los demás y captar la luz de la realidad en sus dibujos incipientes.

Cuando Lola cumplió los 17, tenía claro que su vida era la pintura. Y su padre también: «Me había estado pagando un profesor particular porque creía en mí». Se presentó y aprobó el examen de acceso a la Escuela Superior de Bellas Artes de San Fernando. Era 1947 y el alumnado lo componían 40 hombres y dos mujeres: Lola de Miguel (entonces, Julieta) e Isabel Delgado.

Justo cuando todo parecía empezar a enderezarse, al padre le abrieron expediente disciplinario por no perseguir a los pobres que sobrevivían a base del estraperlo y Lola, al borde de los 20, no lo aceptó. Se plantó, sin cita ni permiso, en el despacho del comandante que debía decidir sobre el futuro de su padre y el suyo propio. «Le dije lo injustos que estaban siendo con mi padre y todo lo que quise decirle». Aún nadie sabe por qué aquel tipo accedió a recibirla. «Ni me contestó. Cuando terminé de hablar, me di la vuelta y me fui». Obviamente, no sirvió de nada y su padre acabó trasladado forzoso a València.

Lejos de renunciar a la pintura, continuó en València su formación en la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos cuando las aulas y talleres del hoy Museo San Pío V aún olían a nuevo. Hizo sus primeros pinitos (sin remunerar) pintando abanicos falleros y carrozas para la Batalla de Flores. Pero había que comer, así que, sin formación, la contrataron como enfermera en una mutua. Tres años después denunció a uno de los médicos que traficaba con recetas. Seguía siendo una mujer en un mundo de hombres, así que quien acabó de patitas en la calle fue ella.

En esos años, vivía una libertad y una vida poco comunes. Frecuentaba el Círculo de Bellas Artes y pasaba las horas entre pintores, escritores, intelectuales… Sus mejores amigas eran la poeta Maluma y su hija, que le servía de modelo. Había salidas al campo, a la playa y a cualquier lugar donde, caballete en ristre, pudiera «pintar al natural, a personas, paisajes, lo que fuera». Nacían los 50 y llegaron las primeras exposiciones. El futuro prometía.

Nuevo cambio de rumbo. Su amiga y compañera de San Fernando, Isabel, le escribió desde Melilla para anunciarle que había una vacante como profesora de dibujo en la Escuela de Artes y Oficios local. Era 1951 y había que pedir permiso, porque seguía siendo una mujer en un mundo de hombres. Sus padres le dieron sus bendiciones y el 7 de enero de 1951 empezó su aventura africana. Allí conoció a una de sus mejores amigas, Fatma, marroquí. Ella y Lola se hicieron uña y carne. Hermanas. En esos años, y aunque parezca mentira por el entorno y los tiempos que corrían, no solo fumaban, sino que hasta pagaron a una modista para que les confeccionase unos pantalones con los que recorrieron las calles de Melilla. Y Lola, entregada a la pintura, pagaba a mendigos a los que buscaba en los mercados a cambio de que le sirviesen de modelos, se metía en jaimas donde solo había hombres y los retrataba después de haber memorizado la escena al detalle (no le permitían pintarlos en directo) o cogía su caballete y buscaba parajes que plasmar.

En 1958 cambió de trabajo y ciudad. Fue a Nador para dar clases como profesora de dibujo en la Casa de España. «Ganaba 500 pesetas al mes», recuerda. Con ese dinero y 28 años, «me saqué el carné de conducir, me compré mi primer coche, un Skoda, y viajé con Fatma por todo Marruecos: Fez, Rabat, Marrakech y Casablanca». Y conoció a su verdugo, el principio del fin: era profesor de Matemáticas en la Casa de España. Un hombre atractivo, un encantador de serpientes, como tantos maltratadores. Un noviazgo de cinco años y no más señales de machismo de las que correspondían a la época, acabó en boda. «Tuve que pedir un permiso especial al gobierno marroquí para viajar a España para casarme». Conducía Lola. A la altuea de Alzira, exhausta, cedió el volante a Maimun, a punto de convertirse al catolicismo y en Miguel. No tardó mucho en despeñar el coche por un terraplén a la altura de Alzira. Él resultó ileso, pero ella acabó en el hospital con fractura de clavícula.

¿Un presagio?

Tras la boda, la pareja regresó a Nador. Allí nacieron los tres hijos mayores. Para entonces, hacía tiempo, desde la boda exactamente, que habían empezado los golpes, las humillaciones, los insultos. Los niños no lo mejoraron. «Al revés», dice la mediana, que recuerda gritos y puñetazos desde que tiene conciencia. En septiembre de 1970, dejaron África y se instalaron en la Ribera porque la contrataron en el instituto de Alzira. Las palizas siguieron. Y nacieron dos hijos más. En total, tres varones y dos mujeres. Revelador: con los años, cuatro se han convertido en agentes de la ley y una, en enfermera. Seguridad y cuidados; los que no pudieron darle a su madre, ni a sí mismos, cuando todos los días empezaban con gritos y acababan con golpes. Pero entre las paredes de la casa.

El descenso a los infiernos

El prometedor futuro de la pintora Lola de Miguel enfermó de muerte el mismo día que le dio el sí a Maimun. A partir de ahí, la libertad, el éxito, la independencia y el reconocimiento que empezaba a acumular como artista hicieron el mismo recorrido hacia el averno que su autoestima. Y se concentró en el eje de toda su vida: sus cinco hijos. Y en poner su lomo para que la lluvia de golpes no les cayese a ellos, sobre todo a los dos mayores. Lo consiguió solo a medias.

«Cada vez bebía más. Y se iba con mujeres. Cuando llegaba, intentábamos escuchar cómo venía, y subíamos corriendo la escalera para escondernos en las habitaciones, muertos de miedo». Habla la mediana. Lola llegó a dormir con un cuchillo bajo la almohada. «¿Te acuerdas, cuando nos cortaron la luz porque no teníamos ni para comer, y mamá consiguió el dinero para volver a tener luz, pero estuvimos desconectándola durante meses cuando él llegaba para que no supiera que mi madre la había pagado? Y mamá casi muere del susto un día que estuvo a punto de pillarnos...», replica la menor de las hijas, la cuarta por nacimiento. Lola está ahora enferma. Lucha, como siempre lo ha hecho, contra una enfermedad perversa y traicionera que lleva 20 años con ella. Y sus cinco hijos no la dejan ni a sol ni a sombra. Todos han desfilado en este rato por esta estancia. Todos aplauden que su madre haya roto un silencio que a ellos también les ha asfixiado la vida, pero solo ellas hablan. Ellos, los varones, entran, sonríen, saludan cortésmente, miman a su madre y se retiran. No es fácil para ninguno.

«Hasta hace dos meses, nunca habíamos hablado de los malos tratos de mi padre a mi madre en voz alta. Tampoco ella. Pero ahora ha sentido la necesidad de contarlo, de ordenar las cosas». Están en plena catarsis. Roto el miedo, la vergüenza que nunca debieron sentir ni Lola, ni ellos, han entrado en la fase de repasar y revivir cada pena, cada dolor, cada detalle. «No soportaba el éxito de mi madre, su reconocimiento social, y lo fue cortando hasta dejarla en la ruina, física, económica y emocional». Incluso propició que cerrara una guardería que abrió en Algemesí y que fue pionera, en concepto y servicios, en un tiempo donde no había dónde dejar a los niños mientras sus madres se incorporaban al mundo laboral. «Llegó a tener cien alumnos, un autobús, una cocinera y cuatro cuidadoras. Las madres lloraron cuando cerró». Y vinieron los peores años. Los más duros.

Sin dinero -«se lo gastaba todo en mujeres y alcohol. Lo poco que había, se lo escondía para poder darnos de comer»-, llegaron a pasar necesidades. Vendió decenas de sus cuadros, trabajaba a escondidas, los hijos también. «Le decía que olía mal, que le daba asco, que era un estercolero, le pegaba, la arrastraba por el pelo, que hacía el ridículo cuando hablaba…». Las palizas se sucedían, a Lola, a los chicos (cuando ella no podía evitarlo, porque siempre se ponía delante para recibir los golpes) y a los perros. «Mi madre llegó a creer que estaba loca, que él tenía razón. Hasta fue a un psiquiatra en aquellos años, cuando casi nadie iba. Y el hombre le dijo: «No, señora, usted no está loca. El loco es él», rememora la hija menor, que hoy, en una parábola del destino, trabaja al frente de un importante centro de lucha contra la violencia machista. «Yo no estaba muy convencida, pero mi madre me quitó todos los miedos. «“Hija, ¿no ves que ahora puedes darle a todas esas mujeres la ayuda que yo no pude tener? Tú lo harás mejor que nadie”, me dijo. Y me convenció».

En 1981, España aprobó una ley histórica, la del divorcio. Lola rompió moldes también en eso: «Fue una liberación», confiesa. Por pura supervivencia, de ella y de los chicos. «Me amenazó con quitarme a los niños, la custodia, la casa, pero yo vi claro que ese era el camino», rememora. Para entonces, Miguel se había ido de casa con otra mujer con la que había tenido una niña, a quien en los años venideros, ya divorciada (lo está desde 1983), cuidaría casi tantas horas como si hubiese sido suya.

Durante mucho tiempo, el maltratador hizo lo imposible por dejar a Lola y a sus cinco hijos en la calle. Ella no se arredró. Luchó y convirtió esa casa en el epicentro de la piña que siguen siendo ella, los hijos y los 12 nietos. Miguel acabó en silla de ruedas. Y Lola, durante años, aún tuvo la generosidad de cuidarlo. Uno de esos días, en el mismo salón donde estamos ahora, él, impedido, la agarró con fuerza por el brazo y la amenazó. «En ese momento, pensé en pegarle para que me soltara. Podría haberle hecho cualquier cosa. Pensé: “Si ya no puedes hacerme nada. Ahora podría hacerlo yo, pero no quiero. Pobrecito, si no tiene a nadie…”». Cara y cruz de una relación tóxica, desigual e injusta.

Miguel murió hace 13 años. Ni siquiera le odia. Sus hijos tampoco. «El pasado, pasado está, pero hay que animar a las mujeres a aprender de ese pasado. Si entonces hubiera habido los recursos y las leyes que hay hoy, seguramente le habría denunciado». Lola está en paz con su pasado. No se tortura con ensoñaciones de cómo habría sido su futuro artístico de no haber conocido a Maimun. Su hija, sí. Eso no se lo perdona. «Si no se hubiera cruzado mi padre en su vida, mi madre estaría hoy en la Wikipedia». Seguramente tiene razón.

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