Agricultores, trabajadoras del hogar, celadoras, limpiadores, riders, cajeras de supermercado. Hace poco recibían aplausos desde los balcones, en la peor época del virus, marcada por el confinamiento. Entonces pusieron en riesgo su salud para garantizar la de todos. Ellos nos dan de comer y nos cuidan cuando nosotros no podemos. Son las manos que sostienen el suelo que pisamos. Seis meses después, a las puertas de una nueva oleada de covid-19, lo siguen siendo. Y lo seguirán siendo cuando esto pase. De momento han visto cómo el virus ha dado un vuelco a sus vidas. Medio año más tarde del momento más duro, cuando se han apagado todos los focos, nos vuelven a contar su día a día. «Otra vez a las trincheras». Es lo que un compañero de trabajo le dijo a Emilia Mira, celadora en el Hospital General de València. Ella, junto a Jesús Martín, se dedicaban a trasladar pacientes en marzo, cuando caminaban 33.000 pasos diarios. Hoy, Jesús afirma estar en parte desilusionado: «a finales de agosto fue como decir ¿Otra vez? ¿No hemos aprendido nada? Es verdad que ya tenemos la experiencia de antes, hemos aprendido mucho y eso es muy positivo, pero el hecho de que el virus vuelva a repuntar desmoraliza, te hace pensar que todo el esfuerzo y trabajo anterior casi que no ha servido para nada». Desde marzo han cambiado mucho las cosas en el hospital. De la falta de mascarillas y equipos con instrucciones que cambiaban prácticamente a diario se ha llegado a una situación de control. «En pleno marzo íbamos a trabajar y cada día era todo improvisado. Hoy tocan estas medidas, mañana tocan otras y pasado, otras. Y con el tiempo, hablando entre todos y estudiándolo se han asentado los protocolos, cómo nos tenemos que vestir, por dónde tenemos que ir, etc».

A Dolores Jacinto le ponen como requisito para poder trabajar una PCR negativa. Ella es trabajadora del hogar y estuvo cuidando a personas mayores y dependientes en el momento más crudo de la pandemia. Y por un sueldo de miseria. Porque el suyo es un sector que no se reconoce. Es una trabajadora esencial, sí, pero también es una trabajadora pobre. Asegura que el miedo al virus, que provocó que muchas familias despidieran a sus cuidadoras, todavía sigue presente. «Yo siempre voy con la mascarilla por casa, tomo todas las precauciones, pero la gente sigue teniendo mucho miedo al virus y las contrataciones han bajado. Ya no tengo trabajo fijo, ahora solo puedo hacer algunas horas sueltas», relata con resignación. Dolores vio con esperanza el subsidio para trabajadoras del hogar que anunció el Gobierno (su sector no tiene derecho a paro), pero asegura que seis meses después no conoce a nadie que lo haya recibido. Además, afirma que los empleadores han aprovechado la situación de crisis para bajar aún más los salarios. «Justo cuando somos más esenciales nos precarizan más. Han bajado los sueldos y este sector se ha precarizado más si cabe. Porque la gente sigue jugando con la necesidad de las personas, y ésta se agudiza más», sentencia. María nunca tuvo tanto trabajo como en marzo. Entonces la cola de su caja daba la vuelta al hipermercado en el que trabaja. Literalmente.

Asegura que el trabajo no ha vuelto a niveles prepandemia, pero en estos meses ha ganado mucho en tranquilidad. Cuando este diario la entrevistó en pleno pico de contagios afirmaba no tener guantes, y su empresa tan solo le podía suministrar una mascarilla de un solo uso que tenía que estirar toda la semana. Ahora tiene paneles de metacrilato, guantes, gel hidroalcohólico y mascarilla con el logo de la empresa. Incluso le toman la temperatura cada mañana. Pese a todo, lamenta que algunas personas no cumplan las medidas. «Veo muchos clientes que llevan la mascarilla por debajo de la nariz o que, directamente, intentan entrar sin mascarilla y discuten con la seguridad. Incluso personas que se ponen la mascarilla y una vez que están dentro se la quitan. Me encuentro con esto varias veces al día», lamenta. Miguel Martínez nos ha dado de comer cuando todo el mundo estaba confinado. Bueno, no literalmente, pero ha plantado los alimentos que hemos consumido cuando el mundo estaba parado. Por iniciativa propia se subió a su tractor, llenó la cuba con una solución desinfectante y propuso al Ayuntamiento de Utiel, su pueblo, ayudar a limpiar las calles de l virus. Así estuvo dos meses de forma voluntaria, movido por la sencilla idea de ayudar a sus vecinos. Ahora ve como la segunda ola le llega en el peor momento, con la campaña de la uva y la almendra. «Los precios en el campo son un desastre, la uva se paga a 12 céntimos el kilo (en 2019 se pagaba a 30 céntimos), y entre 60 céntimos y un euro por la almendra (1,5 euros el año pasado)», detalla.

Tampoco puede contar con su tradicional cuadrilla de trabajadores búlgaros, a quienes paga el alojamiento para trabajar durante varias semanas para él. Pero asegura que este año nadie quiere alquilar un piso en su localidad por miedo al virus. La historia de David Martínez es curiosa. En enero de este año trabajaba como electricista y en el mes de marzo estaba limpiando las habitaciones de la planta de covid del Hospital de La Fe. Encerrado con el virus. Su empresa le trasladó a los servicios de limpieza del centro sanitario, sin imaginar lo que vendría después y enfrentándose a una situación que muchas limpiadoras veteranas no han vivido nunca. «Tuve que adaptarme rápido a mi puesto de trabajo. Es verdad que los primeros días tuve bastantes nervios y un poco de miedo, porque era algo desconocido para todos. Pero luego se te pasan los nervios en cuanto empiezas a trabajar porque la situación lo requiere», revive. Aunque vivió la bajada de cifras y la desescalada, asegura que nunca pensó que el virus había remitido. Medio año después se prepara para una nueva ola con un poco más de experiencia que antes. Era algo que veíamos venir, esperábamos este subidón en algún momento. Tenemos gente que ha salido a comprar al supermercado y ahora está ingresada dentro del centro», sentencia.

Hace seis meses Jesús y Emilia recibían aplausos cada día. Como celadores del Hospital General, vivieron en primera persona el momento más duro de la pandemia, como muestra esta fotografía publicada por este diario el pasado mes de marzo. Medio año más tarde ha dado tiempo a que las cifras remitieran y vuelvan a subir, también a que se cogieran unas vacaciones (merecidas). Es imposible estar más cerca del virus que David. En enero trabajaba de electricista y en marzo pasó a encargarse de la limpieza de los cuartos de los enfermos de la covid-19. A Denis el estado de alarma le dio para mucho. Pasó de repartir con unas tarifas ínfimas a montar su propia cooperativa de reparto, a punto de hacerse realidad. Hace medio año Miguel fumigaba las calles de su pueblo, hoy afronta la campaña de la uva más rara que recuerda, con unos precios por los suelos. El trabajo de cuidados es fundamental para una sociedad, pero aún así Dolores denuncia que la crisis ha servido para que los empleadores ofrezcan peores condiciones.