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No tocar: la realidad de las personas ciegas frente al virus

Varios testimonios de invidentes explican cómo afectó la irrupción del coronavirus en sus vidas y cómo afrontan la nueva situación

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No tocar: la realidad de las personas ciegas frente al coronavirus

«La primera noche que pasé en el hospital tuve ataques de ansiedad. Pensé que me moría, que me iba a ahogar. Me había despedido de mi mujer y la idea de irme de este mundo sin tener a mi familia cerca me martilleaba la cabeza. Constantemente». Luis Carmelo no ve. Es ciego total. No sabe cómo llegó el coronavirus a su cuerpo, pero entró. Una fiebre altísima y fuertes dolores musculares le obligaron a ingresar en el hospital. Ocurrió en marzo de 2020, cuando la información que se manejaba sobre este virus era más escasa que la que hay ahora. Lo aislaron, como indica el protocolo. Y entonces entró en un paréntesis. Soledad, silencio, incertidumbre y ceguera. «Era la nada», rememora.

Luis Carmelo García tiene 63 años y hace 40 perdió la vista por completo. No era la primera vez en su vida que le hospitalizaban, pero «esta ocasión era distinta». El personal sanitario entraba a su habitación lo estrictamente necesario. Estaba solo: sin su mujer ni sus tres hijas, arrebatado de los olores de la ciudad y de la brisa de la mañana, sin estímulos que compensaran la oscuridad de la ceguera. Cualquier gesto, por diminuto que fuera, era un mundo. «No soy capaz de explicar cómo agradecía cuando una enfermera, con su EPI, me regalaba una caricia en el brazo, aunque fuera con guantes». La conversación es fluida, pero hay momentos en los que Luis Carmelo para. Coge aire. Silencio. «Ha sido una pesadilla».

Su mujer Conchín tiene menos de un 10 % de visión. Le dieron la opción de quedarse con su marido en el hospital con una condición: si entraba a la habitación de Luis Carmelo ya no podría salir. Pero esa opción no estaba encima de la mesa para esta familia. En casa estaba Lucía, la hija menor de ambos, que también es completamente ciega. Se despidieron en el hospital y después de cinco días llegó el alta. «Fue como volver a la vida otra vez. Qué emocionante ese momento. Qué emocionante», recuerda Luis.

"No puedo explicar cómo agradecía cuando una enfermera, con su EPI, me regalaba una caricia en el brazo"

Luis Carmelo García - Es ciego total. Pasó el coronavirus

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Lucía tiene 16 años y lleva uno en el instituto. No ha sido tiempo suficiente para que esta adolescente aprendiera a moverse por el centro con la única ayuda de su bastón. Todavía se desorienta porque ahora no puede apoyarse en nadie. El protocolo establece que debe haber distancia social para intentar contener la pandemia. Luis Carmelo insiste en que el instituto en el que estudia su hija pequeña «está teniendo una sensibilidad exquisita con la situación y, aunque están ciñéndose al protocolo, sólo intenta aportar soluciones». Este padre, en un ejercicio extremo de responsabilidad, asume que «por seguridad para todos, nadie puede tocar a Lucía». Así, desde que empezaron las clases Conchín se va al instituto y, cuando su hija debe cambiar de aula para recibir clase de Inglés o de Educación Física, la acompaña de una sala a otra.

En estos días una técnica de rehabilitación de la ONCE va a practicar con Lucía para que la joven pueda desenvolverse sola en el instituto con el bastón y sin su madre.

Mari Carmen Gálvez perdió toda la visión a los 18 años Daniel Tortajada

Adaptarse. Esta palabra podría resumir el reto que ha impuesto el coronavirus para toda los ciudadanía, aunque hay colectivos, como el de las personas ciegas, al que se le añaden todavía más obstáculos a este desafío.

Mari Carmen Gálvez ha tenido que aprender a vivir dos veces. La primera, cuando tenía 18 años y perdió el resto visual que le quedaba. La segunda vez, con 67, cuando llegó la pandemia y tuvo que amoldarse, de nuevo y sin apenas tiempo de reacción, a otra realidad. «A mí me cogió por sorpresa. Acordé con mi instructora de gimnasio suspender los entrenamientos personales cuando decretaron el estado de alarma y ese fin de semana me quedé como bloqueada. El lunes tuve que bajar la basura. Al tirar las bolsas perdí mi carro de la compra. No pasaban coches, no se oían personas. Estaba completamente sola. No había nadie para ayudarme. Al final pasó una señora y cogí mi carro, pero reconozco que me dio un poco de miedo. Qué sensación de impotencia, qué desvalimiento,…»

Mari Carmen no vive con nadie y está jubilada después de ser telefonista. Su voz es alegre, transmite vitalidad. Mientras dura la charla, arranca a reírse más de una vez… y de dos. A pesar de la dureza de su relato. A pesar de las dificultades. A pesar de todo.

«Si ya teníamos limitaciones, ahora más todavía». Los recorridos en las tiendas son distintos, la distancia que se debe guardar en una cola va ahora más allá del decoro para no invadir el espacio del otro, el aforo en los establecimientos es otro. Estas normas están escritas en papeles que ella no puede leer; están indicadas con flechas en el suelo que ella no ve. «Un día, un señor me gritó con no muy buenos modos porque se ve que no guardé la suficiente distancia de seguridad en una cola. ¡Pero es que yo no sé dónde están los demás!», explica Mari Carmen.

«Voy con mi bastón, que para mí es mi GPS, pero me cubre desde los hombros hasta los pies. La cabeza está desprotegida. Para nosotros es muy importante el tacto facial», que ahora es menor al llevar la mascarilla. Aún así, Mari Carmen no sale de casa sin ella, aunque hay quien no se la pone o la lleva en la barbilla.

La madre de Lucía debe acompañarla en el instituto para ir de una clase a otra porque nadie la puede tocar

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«Yo no tengo manera de saber si la persona que tengo cerca tiene cubierta la boca y la nariz, y eso ya es una gran desventaja». Quien habla ahora es Miguel Martín, de 53 años, y también ciego. «El distanciamiento social es complicado para los ciegos porque tenemos que tocar para situarnos en el entorno. A mí se me van las manos sin querer a los mostradores o a las barandillas», cuenta Miguel. Las manos son una importante fuente de información para las personas ciegas. Por ello él no suele ponerse guantes. En su bolsillo, como en el de Mari Carmen o el de Luis Carmelo o el de Lucía, siempre hay gel hidroalcohólico.

Acciones que, de tan cotidianas y rutinarias, pueden parecer sencillas, no lo son tanto para una persona privada de la vista. «No puedo llamar al ascensor con el codo, necesito hacerlo con los dedos». Lo explica con serenidad Mari Carmen.

Miguel Martín. Profesor de informática adaptada para ciegos. Ahora está jubilado D. Tortajada

Luis Carmelo recuerda que «el mundo no está hecho para ciegos», pero hace hincapié en «la necesidad y en la importancia de asumir las limitaciones para vivir lo mejor posible». En su opinión, seguir los protocolos sanitarios y las recomendaciones, como ponerse la mascarilla -y llevarla bien colocada-, «es una cuestión de respeto hacia uno mismo y hacia los demás».

«Sin ser obsesivos, debemos tomar esta situación en serio, porque, al final, somos todos quienes tenemos nuestra propia responsabilidad y debemos acatar las normas», asegura Miguel.

Luis Carmelo dice que cuenta su historia «por si a alguien le sirve para reflexionar», para empujar a tomar conciencia sobre una realidad que otros, sin ser ciegos, no ven.

Una odisea para viajar en transporte público

A menudo sigue impactando la imagen de una persona ciega adentrándose en la boca del metro. Hay quien no tiene problemas de vista y, sin embargo, se pierde por sus recorridos laberínticos sin remedio, incluso aunque haga el mismo trayecto con frecuencia. 

Ahora con la pandemia del coronavirus, esa imagen, la de alguien invidente moviéndose entre escaleras, vagones y gente despistada, todavía puede resultar más impactante. 

«En los medios de transporte públicos es muy difícil no tocar nada», explica Miguel Martín. Las personas invidentes recogen mucha información sobre el entorno en el que se encuentran a través de sus manos. Miguel asegura haber estado meses sin coger el metro como «medida de prevención». Así, ha cambiado el subterráneo - que antes de la pandemia utilizaba más- por el taxi, si bien admite «que no todo el mundo se lo puede permitir». De esta manera «no sólo toco menos cosas a mi alrededor, también evito arrimarme sin querer a gente que no lleva la mascarilla o que directamente la lleva mal puesta», cuenta. En todo caso, Miguel Martín reconoce que ha reducido sus salidas para no exponerse «más de lo necesario». 

En términos similares se expresa Mari Carmen Gálvez, quien afirma que la covid la ha «limitado mucho» en cuanto a movilidad se refiere. «Si voy a una estación de tren o a una parada de autobús, por ejemplo, tengo que tocar para centrarme, para saber dónde estoy y situarme», recuerda Mari Carmen. Y añade: «prefiero ser prudente, dada la situación que estamos viviendo todos».

No tocar: la realidad de las personas ciegas frente al coronavirus

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