No. València no se ha convertido en una ciudad extraordinaria. Es la misma urbe, pero con un silencio que acongoja. Las calles han mutado en un enorme panal metálico de persianas bajadas como guillotinas para sus propietarios. La ciudad está en una calma tensa. El silencio reina en la Gran Vía Fernando el Católico, presidida por un sin techo que descansa encima de un banco de piedra con un saco de dormir naranja chillón, como un gusano de seda. Solo se escucha el susurro de cuatro coches en punto muerto, el de la patrulla de policía y los periodistas que acompañamos. Quedan 30 minutos para el toque de queda.

València se queda desnuda cuando marcan las 00:00. Los invisibles, que siempre estuvieron allí pero no queríamos mirar, son ahora protagonistas del decorado. Los sin techo siguen sin tener techo, los «riders» siguen siendo trabajadores pobres, los operarios del camión de la basura, los buses de línea, los taxistas, los cocineros que acaban el turno y vuelven a casa en bici con sus crocs de plástico y el pantalón de trabajar. Todos siguen allí. Lo único que falta es la gente.

Desde la UCO aseguran que la población está cumpliendo el toque de queda en los primeros días de confinamiento

«Yo llevo veinte años en la noche», cuenta Diego Cintrano, efectivo de la UCO de patrulla nocturna. No espera grandes sobresaltos y asegura que la población está cumpliendo a rajatabla con el toque de queda en las noches que lleva de servicio. Durante toda la guardia solo saltan dos avisos por el walkie-talkie, el primero es de un botellón de quince personas. Varios coches de policía se acercan al lugar, pero todo acaba saldado con un chaval identificado y un grinder confiscado, nada de macrofiestas ni irresponsabilidad.

De madrugada, la ciudad es aburrida. John y Luis, dos taxistas colombianos, fuman y charlan apoyados en el capó de sus coches en una Avenida Blasco Ibáñez en la que solo falta el matojo rodante típico de los westerns. «Como mucho recogemos algún rezagado, pero ya está. No hay nadie», dice Luis. «El cierre del turismo nos ha impactado mucho, ya no hacemos las mismas cajas que antes», completa su compañero.

Taxistas, conductores de bus, sin techo, 'riders', camiones de la basura y trabajadores salpican las calles vacías de la ciudad

De hecho John, que tiene pareja e hijos, ya piensa en tener dos trabajos porque la pandemia le ha obligado a vender su coche para seguir tirando. «No puedes quedarte en casa mirando cómo pasan las horas. Vendí mi coche y estoy montando un almacén de accesorios para llevarlo a la vez que el taxi», asegura.

Mientras Luis y John fuman y hablan, en un octavo piso, dos chicas piden ayuda desde la terraza. Aseguran que su compañero de se ha quedado dormido, y ellas encerradas a la intemperie. En pocos minutos aparecen dos agentes de policía para intentar despertar al inquilino, no hay muchas más emergencias en la ruta nocturna que destaca por su tranquilidad. En más de media hora solo aparecen un par de personas, dos ciclistas con luces en el casco y zapatillas de plástico. Aseguran ser cocineros, algo que reafirman sus pantalones de trabajo, que se quitarán al llegar a casa. Enseñan su justificante a Diego Cintrano, que evita tocarlo por motivos sanitarios, y continúan su camino.

En la Avenida del Cid los coches pasan a cuenta gotas. José Abat abre la caja de su moto con la mochila de Just Eat y coge un casco. Es venezolano, pero nació en Benifaió, de donde tuvo que emigrar a los ocho años de la mano de sus padres, que buscaban un futuro mejor. Cuenta que volvió a la «terreta» el octubre pasado, porque en su país, donde se sacó una carrera y dirigía su empresa de construcción, el dinero ya no vale nada. Ahora, a sus setenta años y con un cáncer en tratamiento, asegura que «no se puede conseguir trabajo, así que no me ha quedado otra opción que ser repartidor». Es decir, subirse a una moto y lanzarse de cabeza a la precariedad con un sueldo que no da para ni siquiera para vivir. Está trabajando legalmente, así que puede transitar. Pero moralmente sigue siendo un hombre de 70 años con cáncer que tiene que emplearse como «rider» para no morirse de hambre, y con eso no parece haber ningún problema. Que circule.

Espejismo de acogida

Tampoco hay inconveniente en el pasaje Beato Gaspar Bono, al lado del cauce del río, campamento de personas sin techo en València. La campaña de acogida y atención a las personas sin hogar que se llevó a cabo en marzo por el ayuntamiento resultó ser solo un espejismo, algo que los moradores de esta calle de ridículos chalets adosados hechos con desperdicios y tiendas de campaña ya tenían claro. Así lo aseguraron a este diario en una cobertura durante la primera ola de la pandemia: «cuando pase todo esto se volverán a olvidar de nosotros y estaremos igual».

No se equivocaban. Bajo una farola, distraídos, hablan dos hombres sentados en sillas de plástico, con una litrona apoyada en el suelo. Dicen a los periodistas que no les graben y que no quieren hablar, «¿Pero hay dinero de por medio? Si hay dinero sí que hablo».

Cerca de la antigua cárcel, en un parque cercano, aparece Nicolás, un hombre de mediana edad y pelo canoso, ataviado con un chándal rojo del Milan y unos pantalones de felpa grises. Tiene una voz grave y habla con cuidado, también anda con el mismo ritmo pausado, metódico. En la mano derecha sujeta la cadena de su compañero de paseo. Se llama Orco, y es un mastín enorme de 72 kilos que se pone nervioso con la gente. Sobre el toque de queda, Nicolás se muestra conforme: «me parece una buena medida y me limito a seguir las recomendaciones». Con el mismo ritmo lento que también replica Orco desaparece de la vista doblando la esquina de la calle.

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Cruzando el río se llega a la plaza de Honduras, tradicional lugar de fiesta para los jóvenes en la ciudad. Cualquier otra noche estaría abarrotada, llena de chicos y chicas bebiendo, charlando, bailando, cantando, ligando y pasándolo bien en una atmósfera de celebración con bares hasta arriba y camareros tirando pintas de cerveza a velocidad récord. La Peligro (discoteca situada en la plaza) sería un constante bullir de jóvenes valencianos que salen y entran por el concierto de algún grupo de la ciudad. Pero en toque de queda el lugar tiene un aspecto deprimente. Tres estudiantes charlan en la terraza de su piso alquilado. Lo demás, silencio. Es un mal año para ser joven en València.

Las luces de neón de los pubs están apagadas. La quietud se rompe cada mucho por un taxi libre o la pasada del camión de la basura. Solo dos tristes farolas iluminan la plaza bien entrada la madrugada. Y salta el segundo aviso. «Tenemos un caso de violencia de género en La Torre». Diego Cintrano lo escucha y lamenta: «No hay noche que no nos llegue un caso de violencia de género, es sistemático. Todas las noches. Normalmente los vecinos escuchan gritos o discusiones y nos llaman». Varias patrullas se movilizan hacia el lugar, incluido el grupo de especialistas para atención a la víctima. Toque de queda, sí, pero la vida para muchos sigue tristemente igual.