España vive aún hoy una realidad de mascarillas, de distancias sociales y pruebas PCR... pero sobre todo de despedidas. La covid-19 ha dejado, según los datos del Ministerio de Sanidad, más de 50.000 víctimas mortales tras once meses de una crisis cuyos efectos seguirán presentes en memoria y alma durante años pese a la recién llegada vacuna.

Porque el duro camino dentro de las fronteras nacionales comenzó el 31 de enero, cuando un turista alemán dio positivo en La Gomera. El primer mensaje serio había llegado a España y tras él, el goteo de contagios fue creciendo, mirando con el rabillo del ojo a la ya afectada Italia. Ello no evitaría que España, con una considerable dosis de polémica, llegara a celebrar incluso el 8M. Sería el último gran acontecimiento en meses. Porque en los días siguientes los datos que dejó la pandemia fueron insostenibles. Hasta que todo culminó el 14 de marzo.

Ese día, el Gobierno de Pedro Sánchez decretaba el estado de alarma y toda la población iniciaba su dura travesía en confinamiento. Acompañándolo, los diarios aplausos de ánimo desde los balcones a los sanitarios. Así, durante semanas, cientos de muertos diarios, ucis colapsadas... se convirtieron en imágenes de dolor imborrable hasta que mayo, con el efecto de las restricciones funcionando, apresuró una desescalada que enfrentó a Gobierno y autonomías por los tiempos en los que cada fase -y las libertades asociadas a ella- estaba vigente. Tras mucha tensión y críticas mordaces, el 21 de junio todo el país recobró la plena libertad de movimientos. Vuelta a terrazas y viajes. Apenas se registraban ya una veintena de fallecidos a la semana y había jornadas que los positivos diarios no llegaban al medio centenar. Parecía llegar la derrota del virus.

El descenso de casos en junio parecía mostrar que la lucha había acabado. Los repuntes en los casos mostraron lo contrario

La vuelta a los crecimientos

Pero los brotes volvieron a crecer y julio ya cerró con 1.500 casos diarios. Poco a poco la cada vez más señalada segunda ola fue dejando titulares. Adiós al ocio nocturno. Límites de horarios en los restaurantes. Prohibido fumar en las calles. Una tras otra las medidas fueron apareciendo. Y con ellas llegó septiembre, la vuelta al cole y a los trabajos. Madrid se disparó como la autonomía más afectada e Isabel Díaz Ayuso iniciaba el duro pulso con Sánchez. Sin embargo, pronto se vio que la situación de Madrid no era única. La cascada de restricciones autonómicas anticiparon un nuevo estado de alarma, que llegó para poder dar cobertura a los vetos comunes en todas las comunidades. En paralelo, la fatiga pandémica se hacía notar en las calles en forma de disturbios por la implementación de unas restricciones que algunos no deseaban.

Pero llegaría noviembre, el mes de los descensos encadenados en España mientras Europa vivía el efecto contrario. Las navidades comenzaron a estar en el horizonte y con ellas, casi de acompañamiento, las noticias de la ansiada vacuna. Los resultados clínicos daban esperanza y, tras el visto bueno en Reino Unido, se acabó fijando la fecha en la que el deseado fármaco por fin llegaría a España. 27 de diciembre. Era el punto y aparte de una historia que, pese a todo, prevé mantener la tercera ola al menos durante las próximas semanas. Toca todavía remar.

Una salida real fraguada en las investigaciones judiciales


Mientras a inicios de agosto España comenzaba a apreciar la segunda ola de la pandemia, una bomba caía con estruendo en la Zarzuela. El rey Juan Carlos abandonaba -sin oficialidad previa- las fronteras del país rumbo a Abu Dabi, donde hoy pasará el fin de año, un movimiento que se producía tras un goteo de informaciones sobre sus presuntos negocios ocultos en el extranjero. Era el peor golpe de conmoción para la monarquía, a la que el emérito 


-con un futuro incierto por las investigaciones de la Justicia- situaba en la posición más difícil desde la muerte del dictador. Por ello, Felipe VI se vio obligado a marcar distancias. Renunció en marzo a su herencia y le retiró a su padre la asignación económica del Estado. Pero llegó el silencio. El jefe de Estado no hizo referencias a su antecesor hasta el discurso de Nochebuena, cuando de manera indirecta manifestó que la «ética debe estar por encima de las consideraciones familiares». Porque para evitar el delito fiscal, el emérito regularizó este mes su deuda con Hacienda por las donaciones que había recibido de un empresario mexicano. Mientras, ésta y otras noticias fueron la gasolina que aprovechó Unidas Podemos para poner en cuestión -desde dentro y fuera del Gobierno- la corona. Era el último efecto de una salida real que deja huella en la institución.