Un año más. Ha vuelto a ocurrir. Otro record que se ha batido. El pasado 3 de abril la proporción de CO2 en la atmósfera terrestre alcanzó la cifra de 421 partes por millón en volumen. El año pasado por estas fechas este valor era de 415. Tras un año de pandemia, confinamiento, reducción de la actividad económica, caída brusca de los desplazamientos en avión, en cruceros. Y sin embargo tenemos más CO2 que hace un año. ¿Por qué? Porque el consumo de carbón, petróleo y gas natural en el conjunto del planeta es cada vez más alto. No lo digo yo. Lo refleja el último anuario estadístico de BP. De manera que por muchos acuerdos internacionales que se firmen, la realidad es que no se cumplen. Hay países y regiones que si están haciendo los deberes y reduciendo sus emisiones. Pero en el conjunto del planeta, éstas son cada vez mayores. Estos días he leído algunas entrevistas de activistas ambientales que se quejan de la puesta en marcha de medidas de adaptación al cambio climático, porque según dicen suponen un parche a la solución real del problema que debe pasar básicamente por la reducción drástica de emisiones de gases contaminantes. Está claro que así deber ser. Pero no lo está siendo. Por tanto, cada año que pasa supone un agravamiento en el proceso de calentamiento climático terrestre y el mantenimiento en el tiempo de sus efectos. Por tanto, muy bien la necesidad de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero; pero también a las políticas de adaptación al cambio climático que son, en mi modesta opinión, cada vez más necesarias y urgentes, porque el problema va a ir a más. Radicalismos, por favor, no. Pensemos en los efectos que van a sufrir la sociedad, la economía y el medio ambiente y en las soluciones -todas- que van a ser necesarias para reducir los efectos del proceso actual de calentamiento climático. Las emisiones no cesan. Al contrario, cada año aumentan. Preocupante; muy preocupante.