En nuestro planeta solo hay catorce montañas de más de ocho mil metros de altitud. En ellas existen huellas que solo la historia y el tiempo han podido juzgar. Las marcas de pies y manos que vencieron al frío, al miedo y que marcaron un antes y un después en los límites del hombre moderno. Hablamos del heroísmo de hombres como Maurice Herzog y Louis Lachenal, los primeros en abrazar el Annapurna en el año 1950. De la leyenda de Reinhold Messner y Peter Habeler, los primeros alpinistas en subir con la fuerza de sus pulmones al Everest en 1978. Todos ellos fueron presa de esa inevitable llamada de lo extremo, de la fuerza de lo desconocido, de explorar lo que, a ojos de muchos, era imposible. Y lo consiguieron. Dejaron de lado la importancia de su propia vida en objetivo de seguir ese instinto que solo puede ser respondido clavando las manos en la roca y el hielo. Y, por desgracia, hemos perdido el Himalaya como un reino reservado a aquellos que están dispuestos a pagar el precio que se exige por ver el mundo al alcance de sus manos. La cordillera más fascinante del planeta se ha convertido en un parque de atracciones, en el que la cuerda fija permite subir hasta la cima del Everest o, desde este año, al Annapurna a todo aquél que pague una gran cantidad de dinero. Hemos olvidado, por tanto, el embrujo del cielo, la caricia del sol cuando no hay oxígeno, el misticismo de lo desconocido. Confiemos en que, al menos, nunca caigan en el olvido aquellos que un día lo consiguieron. Solo la roca y el tiempo seguirán dándoles el lugar que les corresponde en la historia del hombre.