Hace veinticinco años, los días 10 y 11 de mayo de 1996, se produjo la que, con mucha probabilidad, es una de las mayores tragedias en la historia del alpinismo. Y, desde entonces, vamos a contracorriente en este sentido. Hacer del techo del mundo un negocio no es algo nuevo hoy en día, pero sí que lo fue en la década de los noventa, cuando varios alpinistas con gran experiencia coronando ochomiles decidieron probar suerte con agencias de escalada en pro de explotar un nuevo tipo de turismo: llevar a la cima del planeta a personas con menos experiencia. La tragedia acontecida aquellos días se vio producida por una serie de catastróficos factores, desde la desorganización entre las expediciones, la falta de comunicación entre las mismas o la ausencia de cuerda fija y oxígeno embotellado a más de ocho mil metros de altitud. Esto, sumado al mal tiempo que se produjo en la cumbre, dio como resultado la pérdida de ocho vidas humanas. Pocos saben lo que realmente ocurrió ahí arriba. Solo podemos refugiarnos en las versiones de los protagonistas que sobrevivieron para hacer una mera imagen de lo que allí aconteció. Lo que si está claro es que poco hemos aprendido de aquel entonces. El Everest continúa potenciándose como un negocio en el que poco importa el respeto a la montaña y el heroísmo del alpinismo.