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LEONORA

Considerada la última surrealista, esta artista inglesa –respetada como una más por el círculo de Picasso, Dalí y André Breton, entre otros– fue tachada de loca y encerrada en un psiquiátrico en Santander por culpa de su particular mundo interior y de unas declaraciones que, a su llegada a España, se sintieron como ataques al régimen.

‘QUERÍA SER PÁJARO’ (1960)

Nacida en Lancashire (Inglaterra) el 6 de abril de 1917 y fallecida en Ciudad de México el 25 de mayo de 2011, fue una de las pintoras más prominentes del movimiento surrealista.

‘EL ANCESTRO’ (1965)

Los manicomios siempre fueron un buen lugar para deshacerse de quienes resultaban molestos o incómodos, en realidad eran una herramienta puesta al servicio de la sociedad para mantener controlados a los sujetos diferentes, que no locos, demasiado avanzados para su época o extravagantes, en definitiva, incomprendidos, y si además eras una mujer de carácter rebelde, la cosa se ponía aún peor, eras presa segura de psiquiátrico, algo que tuvo que sufrir en sus propias carnes la artista inglesa Leonora Carrington, una de las mentes más independientes del movimiento surrealista.

LEONORA

Desde pequeña siempre sintió una gran curiosidad por todas aquellas fábulas irlandesas que su madre le narraba repletas de seres mágicos y todo tipo de animales; duendes, gnomos y un sin fin de criaturas formaban parte de su día a día, un imaginario de personajes que ya desde la infancia ella dibujaba con gran dedicación. Esa inclinación hacia lo fantástico y al dibujo nunca fue bien aceptada por su padre, quien se negó en rotundo cuando ella, más adelante, expresó su deseo de dedicarse a la pintura. Él ya había preparado para ella un futuro bien distinto, presentación por todo lo alto en el Hotel Ritz y, a continuación, un buen marido para su hija acorde con su posición social.

Tras ser expulsada de varios colegios, y gracias al apoyo de su madre, finalmente se sale con la suya y es enviada a un internado en Florencia, aunque a partir de ahí las relaciones familiares quedarán muy malogradas.

A su regreso, con tan sólo veinte años, se estaba realizando en Londres la primera exposición dedicada al surrealismo, y cuando vio aquellas obras quedó absolutamente prendada, sobre todo del trabajo de Max Ernest, quien poco tiempo después se convertiría en su pareja, hecho que supuso un escándalo para la familia pues él tenía veintiséis años más que ella. Con ese talante libre y decidido que tanto la caracterizaba, Leonora se marchó a París con su gran amor y allí fue donde realmente entró en contacto directo con el círculo surrealista de Picasso, Dalí y André Breton, quienes la acogieron como una más del grupo.

En ese momento ella luchaba por abrirse un camino propio, pero siempre desde la originalidad; nunca copió a nadie, tampoco lo necesitó. Su estilo era absolutamente propio, aquellas composiciones oníricas en las que el mundo de los sueños se entremezclaban con elementos tan dispares como la religión y el ocultismo, la fábula y el misticismo, la tradición y el folclore, sin olvidar un gran amor por los animales -en especial hacia los gatos-, configuraban su particular manera de interpretar el mundo.

No sólo su trabajo era poco habitual, también su propia actitud resulta inusual e inapropiada para una mujer a principios de siglo XX, esa manera de revelarse contra lo que creía injusto o incluso criticar sin tapujos a sus propios compañeros -de los que dijo sin ningún pudor que no eran tan avanzados como decían pues veían en la mujer sólo la imagen de una musa- no era bien vista por la mayoría.

«No tuve tiempo de ser la musa de nadie… Estaba demasiado ocupada rebelándome contra mi familia y aprendiendo a ser una artista».

Poco tiempo después, los dos amantes se trasladaron a Provenza, donde ambos tendrían su periodo artístico más fructífero. Allí, en la tranquilidad y la soledad del campo, la creatividad de ambos era desbordante… y el amor también. Pero ya sabemos que la felicidad tiene cortas las alas, y la subida de Hitler al poder les arrancó de golpe, sin que pudieran hacer nada para evitarlo, ese paraíso que ambos habían construido. Él, judío, fue arrestado y llevado a un campo de concentración, y ella quedó sola, paralizada, sin saber qué hacer.

En un estado de desconcierto absoluto, sumado a una gran ansiedad provocada por el miedo, decide huir a España con la intención de encontrar un salvaguardo en Madrid que pudiera liberar a su pareja. A su llegada, ese carácter libre tan suyo le llevó a realizar ciertos comentarios políticos que en la España franquista de ese momento se tomaron como un ataque al régimen, así que con la ayuda del cónsul británico, y el consentimiento de su padre, la encierran primero en un convento para luego llevarla al psiquiátrico del doctor Morales en Santander. Allí es atada de pies y manos, drogada, y convertida en una paciente más a la fuerza.

Durante seis meses tuvo que sufrir todo tipo de prácticas brutales e inhumanas. «No sé cuánto tiempo permanecí atada y desnuda. Yací varios días y noches sobre mis propios excrementos, orina y sudor, torturada por los mosquitos, cuyas picaduras me pusieron un cuerpo horrible: creí que eran los espíritus de todos los españoles aplastados, que me echaban en cara mi internamiento, mi falta de inteligencia y mi sumisión».

Tras la recomendación de uno de los doctores comenzó a escribir un diario que en cierto modo le sirvió como modo de expiación y tabla de salvación.

Su médico concluyó que ella sanó cuando se adaptó a la sociedad. Por mandato de su padre, deciden trasladarla a un sanatorio de Sudáfrica, así que junto a una señorita de compañía marchó rumbo a Lisboa donde en cuanto pudo se escapó y fue a buscar a un viejo amigo que trabajaba de diplomático en la embajada mexicana, Renato Leduc. Ambos se casaron de conveniencia para poder salir de allí, poniendo tierra de por medio, hasta llegar en 1942 a su nueva patria, México. Por su parte, Max Ernst consiguió escapar gracias a la ayuda de Peggy Guggenheim, con la que además se casó, huyendo ambos a Nueva York.

Leonora no tardó en adaptarse a su nueva patria, la propia cultura del país era motivo de inspiración con todas esas tradiciones ancestrales donde la magia, lo oculto y la fantasía enriquecieron su propia visión del arte. Además, ella no era la única artista exiliada, otros muchos pintores tuvieron que huir igualmente de sus países por causa de la política, como el caso de la española Remedios Varó, con la que entabló una eterna amistad que las hizo incluso trabajar juntas en varias ocasiones, pues ambas compartían ese mismo lenguaje fantástico procedente del estudio de la psique, del más allá y del mundo de los sueños.

Considerada la última surrealista, Leonora Carrington, como dijo André Breton, era una embajadora de otro mundo, una bruja y una profetisa, alguien que había estado al otro lado y regresaba para desvelar paisajes secretos y criaturas terribles. Murió con 94 años, casada con el fotógrafo húngaro Emérico ‘Chiki’ Weisz, feliz y con dos hijos, aunque nunca pudo olvidar los terribles meses en aquel psiquiátrico que casi acaban con su cordura.

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