El cambio de horario aplicado esta pasada madrugada vuelve a suscitar la polémica habitual sobre su efectividad. Sin embargo, quedó en el limbo la propuesta de que España adoptara la hora que le corresponde por su uso horario, es decir, al horario británico o portugués, que, a su vez, conllevaría una adaptación a los usos y costumbres vigentes en la mayoría de Europa. Ahora, conozcan a la familia imaginaria Alsina Pérez. Padre, madre y dos hijos de 9 y 14 años. Pablo Alsina es administrativo en una compañía de seguros. María Pérez es funcionaria. Los peques van a centros educativos públicos. Este sería su día a día según los designios del cambio de hábitos que defiende este nuevo orden de las cosas.

Hora del desayuno

Hoy es martes. El despertador suena a las 7.15 horas de la mañana. Las carreras propias de cualquier hogar. Mientras la madre controla la ropa de sus hijos, papá está preparando el desayuno. Los niños empiezan las clases a las 8.30. Les suele acompañar Pablo porque le queda bien para luego coger el metro que le acerca a la oficina. A las 8.15 salen de casa, peinados y estupendos para afrontar la jornada. Quedan muy lejos los tiempos en los que el despertador sonaba a las ocho para entrar a las nueve. María está sentada frente al ordenador a las 8.30 horas. Antes, con los compañeros de la oficina, paraba a las 11 para regalarse un segundo desayuno. Tardaban media hora larga en volver a su puesto. Tenía cierta lógica, pues al salir a las tres de la tarde sin comer, algo tenían que echarse al estómago para no desfallecer a media mañana. Ahora, a lo sumo, se toma un bocadillo pequeño y un café sin levantarse de la mesa; en cinco minutos.

Media hora para comer

Pablo ha llegado a la oficina a la misma hora porque a las 8.15 los hijos están ya en cole. Es una empresa con el horario partido para comer. Trabajan de 8.30 a 13.30 horas, y de 14.30 a 17.30 horas, pero han pactado un par de días de jornada compactada y cada vez son más los que apuestan por el teletrabajo. Le toca fichar, así que más le vale ser puntual si no quiere verse obligado a alargar la jornada laboral. En el pasado había llegado a tomarse hasta dos horas y media a mediodía. Incluso aprovechaba para ir una hora al gimnasio los martes y los jueves. Entre pitos y flautas, muchos días salía del despacho a las ocho de la noche.

María solía comer al llegar a casa, sobre las 15.30 horas. Llegaba muerta de hambre. Desde que se aplica la reforma horaria, la Administración pública en la que trabaja ha habilitado una sala con mesas, microondas, nevera y enseres culinarios para que el personal pueda comer de ‘tuper’ a eso de la una. No fue fácil conseguir los fondos para pagar el comedor. En poco más de 30 minutos (lo que les tomaba ese eterno café de las 11), están de vuelta al tajo. A las tres de la tarde se le ha abierto un mundo nuevo: ya no pierde dos horas entre ir a casa y preparar algo. Ahora aprovecha para salir a comprar, tomar un café con amigos o hacer deporte.

Mientras la jornada laboral de papá y mamá avanza, los hijos pasan el día en la escuela. El mayor, Carlos, come en el instituto a la una del mediodía. Antes le pasaba lo mismo que a su madre, que salía a las tres de la tarde con el estómago vacío y arrasaba la despensa al llegar a casa. Al desplegarse la reforma horaria, el centro acortó los patios para hacer sitio a la comida. Fue necesario construir un comedor que se comió un pedazo de patio. La inversión fue de aúpa…, tampoco fue fácil arañar el dinero público para que los colegios se adaptaran a los nuevos hábitos.

Las extraescolares

Guillermo, el pequeño, apenas ha modificado su rutina, más allá de entrar y salir media hora antes. Abandona la escuela a las 16.30 horas y media hora después empieza la extraescolar de fútbol que termina a las 17.30 horas. Entre que se ducha y todo, a Pablo le ha dado tiempo de ir a recogerle. Llegan a casa sobre las 18.15 horas. Unos años atrás, el entreno habría empezado a las seis de la tarde. Con suerte. Papá siempre cuenta la historia de un sobrino suyo que diez años atrás empezaba el entreno a las ocho y llegaba a casa a las diez de la noche. Hecho trizas.

Carlos tiene clase de guitarra un par de días a la semana y hoy le toca. Empieza a las 17.30 y a las 19.00 horas ya está en casa. La lección dura una hora, pero suele quedarse un rato con los amigos charlando en la calle. Mientras el padre echa una mano a los peques con los deberes y empieza a preparar la cena, María se pasa por el súper. Al salir del trabajo se ha comprado una camisa en un comercio del barrio. Eso antes era impensable: las tiendas, sobre todo en los pequeños municipios, cerraban dos y hasta tres horas a mediodía porque no había demanda a esas horas. De este modo pueden cerrar antes y tener algo de vida propia.

Hora de la cena

A las ocho están todos en la mesa listos para cenar. Se cuentan el día, se ríen de lo mal que se le dan a las ecuaciones de segundo grado a Guillermo, repasan los cromos que le faltan a Carlos de la colección de fútbol. A las 20.45 horas está la mesa recogida. Si fuera viernes quizás irían al cine o al teatro porque las pelis y las actuaciones empiezan a las 21 horas. Pero es martes y en la tele echan su programa favorito. Las noticias ya se han terminado y el hombre del tiempo dice que mañana, paraguas. Qué lejos quedan los tiempos en los que el ‘prime time’ empezaba a las 22 horas y se alargaba hasta la madrugada. A las diez le tiran una mirada a Carlos, que se da por aludido, les da un beso a todos y se va a dormir. A las 23 horas, con el programa ya terminado, todos a la cama. Un poco de lectura y a dormir. Buenas noches y hasta mañana.