El pasado 3 de noviembre tres furgones policiales con 12 agentes se apostaron en la puerta de la casa de Carmen Débora, una mujer de 87 años enferma. A las 11:30 se iba a producir su desahucio en el barrio de Patraix, en València, y los activistas de la PAH, dispuestos a impedirlo, se concentraban frente a los agentes. Mientras tanto, a ella le daba un ataque de ansiedad dentro de su piso y tuvo que ser atendida por una psicóloga.

De 10 a 15 horas activistas y policía estuvieron a pie de puerta, pese a que la hora programada por el juzgado había pasado. Allí nadie se marchaba, y Carmen Débora seguía con el alma en la garganta y la ansiedad disparada. Cada taxi tensaba a los presentes y les hacía girarse porque podía llevar dentro a la comisión judicial. Pero nadie venía. 

En juego estaba el hogar de Carmen desde 1974 y sobre el que no debía ni una sola cuota de su alquiler de renta antigua. Un juzgado había decretado el «desalojo provisional» por, supuestamente, tener perros en el piso e incumplir el contrato de alquiler. Provisional porque todavía tenía que celebrarse un recurso el 17 de noviembre en la Audiencia Provincial, pero el juez no quiso esperar quince días. A día de hoy no hay sentencia firme sobre el caso de Carmen. Pero ella está en la calle.

Al final, aquel tres de noviembre no vino nadie. Poco después de las 15 horas la policía se marchó y los activistas se quedaron con el miedo en el cuerpo. El lanzamiento queda en abierto. Significa que la comisión judicial se negó a firmar el acta de suspensión y que podría venir en cualquier momento de entonces en adelante en un proceso que despierta muchas dudas entre abogados y activistas por el derecho a la vivienda. 

La abogada de Carmen le dijo a ella y a su hija, Dolores Messeguer, que les tendrían que notificar en qué momento les cambiarían el cerrojo, pero por salud mental y física les recomendó que la mujer de 87 años no siguiera en su hogar. Corría el peligro de que la policía se plantara en la puerta de su casa para desahuciarla sin avisar. Y así fue. El día 8 de noviembre Dolores Messeguer se acercó al piso para sacar las pocas pertenencias que todavía quedaban y se encontró con un cerrojo puesto. No saben quien lo puso porque no se lo dicen. «Imagínate si le llega a pasar eso a mi madre sola, no podría haberlo aguantado», denuncia Messeguer. 

Carmen Débora, en su antigua casa antes de ser desahuciada. Levante EMV

La abogada de Carmen explica que este es el primer caso de desahucio en abierto que se encuentra. Critica que no se le notificara la fecha del desalojo como especifica la ley de Enjuiciamiento Civil. «En algo se tiene que apoyar el juez para autorizarlos, pero es una barbaridad que deja a la afectada en una situación de desamparo terrible», explica. Por otra parte, argumenta que «es necesario que te den una fecha, la persona tiene derecho a ser notificada. No es como si estuvieras esperando a un repartidor que viene a traerte un paquete», denuncia. 

La casa de los muertos 

El caso de Carmen es peculiar porque todavía no hay sentencia firme del recurso, pero ya se ha quedado en la calle. Si el juzgado fallara a su favor tendrían que permitirle entrar de nuevo en su vivienda, apunta su abogada. Ahora mismo vive en casas de vecinas y amigas, itinerante, comiendo en una, durmiendo en otra, a sus 87 años. 

Pero, aunque recuperara la vivienda, el daño no estaría reparado del todo. Muchos muebles antiguos se han roto al sacarlos, y la casa está a estas alturas degradada, también por (según denuncia) el interés del propietario en echarla y no arreglar nada para que el piso estuviera en malas condiciones. La vivienda está deshecha, los cuadros y los muebles rotos. «Mi piso ahora sería la casa de los monstruos», comenta Carmen. Es decir, que ya nunca será el sitio donde vivió toda la vida con su difunto marido del que heredó el alquiler. «Vuelva o no, a mi madre ya le han destruido el hogar», explica su hija.

Carmen Débora, en casa de su hija. F.Calabuig

Fue en 2016, y por otra herencia, la de la propiedad de toda la finca (el propietario es un gran tenedor de vivienda), cuando empezó el calvario. «Al nuevo heredero se le encendió la bombilla y vio la oportunidad de hacer negocio con el alquiler por habitaciones», explica Dolores. Hoy toda la finca de 12 pisos y dos bajos está así, salvo otra vivienda de renta antigua. Antes con Airbnb: en las puertas ponía «please, close the door, y no paraban de entrar extranjeros» recuerda Carmen. Eso fue antes de la pandemia. Recuerda que al principio algunas familias alquilaron, pero el dueño empezó a subir los alquileres de manera abusiva y se tuvieron que ir. Ahora todo son pisos compartidos. «Dentro de nada mi casa se habrá convertido también en habitaciones para estudiantes», se lamenta Carmen. 

Ahora mismo Débora solo ingresa los 680 euros de su pensión. «Es triste pero ahora mismo lo único que puedo permitirme es una habitación en un piso compartido». No sabe si recuperará o no el piso, pero tampoco parece ser lo que más le importa. En la entrevista en casa de su hija está con la mirada perdida, sin hacer demasiado caso, sin ganas de hablar. «A mi edad, tener que estar así...», comenta. Al acabar baja por el ascensor y se va por la calle a paso lento. Hoy le toca comer en casa de una amiga.