Vivimos en un mar de aire. Esta afirmación de Evangelista Torricelli siempre me encandila cuando la encuentro en libros o ensayos sobre meteorología. Y no es porque me imagine a ciertos humanos como peces rastreros, reptando en busca de algo que echarse a las bocas-ventosa con un criterio único, sobrevivir –crítica climática fina-. Me hace atar cabos sobre todo lo que se extiende ante nuestros ojos y que es, en gran parte, invisible: el aire que respiramos, el que se mueve y nos hace tiritar de frío, ese que arrastra a las nubes y que por el día pinta de azul el cielo. Normalmente, nadie repara en todo eso que inunda cada rincón de nuestra casa, de la oficina o que escapa entre nuestros dedos. Como muchas veces es noble pasa desapercibido y eso también, en ciertas ocasiones, lo hace peligroso.

Tenemos que ser conscientes de nuestra envoltura y estar vigilantes, como cuando depuramos el agua de las piscinas o controlamos el PH de la pecera para que sobrevivan los plecos, así se llaman esos pececillos que se pegan a los cristales que antes mencionaba. Me he acordado de todo esto, y me he puesto poético, porque en las últimas semanas no hago más que nadar a contracorriente y lanzar exabruptos por el maldito viento. Para cambiar. El mismo que en verano está encalmado y hace que las chicharras interpreten temas de Iron Maiden, ahora se muestra permanentemente turbulento y lo que aúllan son las juntas de las ventanas. El chorro polar está muy enérgico y actúa como la circulación termohalina de los océanos. Ambos son cintas transportadoras, solo que en diferentes planos: el primero arrastra nubes y la segunda atunes, por ejemplo. La vigorosidad de ese “chorro” determina que tengamos más o menos calor, invasiones de aire frío, nubes o precipitaciones. Ahora está tan activa que estamos teniendo de todo en apenas unos días.

En este puente, la troposfera parece estar empeñada en actuar como si alguien hubiera abierto un sumidero en medio del Atlántico norte. Los modelos de predicción prevén la formación de una grandísima borrasca que saldrá de un proceso de ciclogénesis explosiva. Este último sucede cuando la presión desciende 20 hectopascales (hPa) o más en 24 horas. También valen submúltiplos, como 10 hPa en 12 horas, pero no nos vamos a poner exquisitos, porque esta borrasca tiene visos de sobrepasar sobradamente los umbrales. Si este escenario se confirma, entre el lunes y el miércoles se sentirán como salmones yendo río arriba (ventarrón) y se acordarán de esa primera frase de Torricelli… y de mí, por cenizo.