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DONACIÓN

Trasplantes de vidas

Tres personas receptoras de órganos, dos de corazón y una de cardiopulmonar, agradecen la solidaridad de las familias de los donantes, como la de la niña Vera, y relatan sus experiencias

En la imagen, Ginés Buendía, Emilio Badimón y Jaime Tormo, de Avatcor. germán caballero

Dice Jaime Tormo, trasplantado de corazón hace 13 años, que los españoles podemos ser «muy tarugos en muchas cosas, pero que a solidarios no nos gana nadie». Lo dice con un tono majestuoso porque para él la palabra solidaridad significa la vida en toda su expresión.

Jaime preside hoy la Asociación Valenciana de Transplantados de Corazón y Pulmón (Avatcor), un colectivo que da soporte a los valencianos que reciben donaciones de alguno de estos órganos vitales o los dos a la vez, en el Hospital La Fe, uno de los más avanzados en la materia.

La historia de Jaime, como la de Javi y la del señor Buendía, son historias de fe y de esperanza. Pero sobre todo de solidaridad, la palabra que más repiten todos y la que conecta todos los casos. La solidaridad del país número uno mundial en trasplantes en cifras globales -y anuales en los últimos 29 años-‑, concepto al que se fundió para siempre Vera la semana pasada, niña valenciana de 4 años que murió por el accidente de un castillo hinchable en Mislata.

En medio de la más absoluta oscuridad que produjo su muerte, al rato se encendieron otras 5 vidas, la de los niños que recibieron sus órganos para seguir viviendo, tal como publicó su padre, Iván Pérez, en las redes sociales aún con el corazón, el suyo, compulgido por la tragedia.

Conciencia social

El gesto de los padres de Vera retrata la conciencia social con la donación de órganos, materia en la que la Comunitat Valenciana batió su récord en 2021 pese a la pandemia: 50 donantes por millón de habitantes, por encima de la media española, que se sitúa en los 39 donantes por millón.

«A los padres de Vera les honra muchísimo porque es un gesto que ayuda más a la normalización de las donaciones. Hablamos mucho de que si cuando me muera quiero que me entierren o me incineren, y ahora empezamos a hacerlo más de qué haremos con nuestros órganos», explica Jaime. «Nosotros siempre tenemos una frase que decimos en las charlas que damos en los colegios: estadísticamente, es más probable que acabes recibiendo un órgano que dando uno», apunta Javi Ferrer, doble transplantado de corazón y pulmones.

La decisión de otras personas o de sus familias de donar los órganos, como la de Vera, permite que los nombres de Jaime, Ginés y Javi aparezcan sobre el blanco de estas páginas. Ya hay personas que recibieron órganos donados antes de que nacieran los últimos trasplantados y todos, los veteranos y los novatos, coinciden: no hay suficientes palabras para agradecer el donativo (nunca mejor dicho) que recibieron.

Unas vidas se apagan y otras se encienden. La de Ginés Buendía, de 77 años, se reinició el 24 de agosto de 1988, hace 33 años. Ginés es uno de los buques insignias de los trasplantes en la Comunitat Valenciana. Por eso es el señor Buendía. Porque el nombre de pila se queda corto y porque el apellido le viene al pelo.

«Lo importante es como crece y se confirma la concienciación de poder salvar a varias personas cuando morimos. Es muy cruel y a la vez muy bonito hablar de esto. Hablamos de regalar la vida que perdemos. ¿Crees que yo puedo explicarte con unas palabras el agradecimiento que siento por la solidaridad de las familias como la de Vera? Te equivocas. No puedo. No existen esas palabras», explica.

Ginés recibió su nuevo corazón en la clínica Universitaria de Navarra. Entonces, en la Comunitat Valenciana ya se había realizado el primer trasplante de corazón (1987), a cargo del doctor Caffarena, una eminancia en la materia, en el Hospital La Fe, pero todavía era un campo incipiente. Más de tres décadas después, lleva a sus nietos al colegio y disfruta de una vida plena. «He logrado lo que he querido de mi vida. Y soy feliz. No pido más. Lo único que puedo pedir, pero igual es pedir demasiado, es ver a mis nietos hacerse más mayores. No necesito más porque no lo he necesitado», asegura emocionado con la voz pausada. Su caso, por los años que lleva trasplantado, hace añicos el viejo tabú de que las personas con un órgano ajeno no tienen la misma calidad de vida. «Totalmente falso.

A los pocos meses de la operación ya estaba trabajando otra vez, hasta que me jubilé a los 65. Yo no he vivido en una burbuja de cristal. Me tomo una cervecita al día y me encuentro estupendamente. Mi medicación para evitar el rechazo está totalmente controlada casi desde el principio», apostilla Ginés, de 77 años, que cuenta una anécdota del postoperatorio que retrata la normalidad de la vida de los trasplantados.

«Estuve casi una semana en la UCI después de operarme porque no había habitación en planta y al quinto o sexto día me subieron un almuerzo. Había un plato con dos cortadas de queso y un vaso de duralex lleno de algo que me pareció Kas-Cola. Me incorporé, lo miré, lo olí... y era vino. Me quedé mirando a la enfermera y le dije: ‘Esto es vino. Hace unos días que me habéis hecho un trasplante y ¿me subís un vaso de vino?’. Y me dijo: ‘Si se lo han subido es que se lo puede beber’. No me lo creía, hasta el punto de que no me lo bebí», bromea. ¿Y ahora qué? Esa fue la pregunta que se hizo Javier Ferrer el día que los médicos le dijeron que solo le quedaba una última carta. Nació con una cardiopatía congénita - «tenía los ventrículos del revés», apunta- y disfrutó de una vida normal hasta que, con 33 años, su corazón ya no daba para más. «A los 28 empecé a notar que me fatigaba y tuve una progresión más o menos rápida. Yo no había tenido problemas, pero tanto yo como mis padres sabíamos que ese día llegaría», explica.

No ha llovido mucho desde que la vida de Javier se dividiera en dos vidas. «El daño en el corazón provocó que afectara también a mis pulmones, así que de repente necesitaba un doble transplante y entré en lista de espera. Me dijeron que podía tardar un año y medio, pero a los 7 meses recibí la llamada: ‘Tienes un donante doble’. A las 5 de la tarde descolgué el teléfono a y a las 10 de la noche ya estaba en el quirófano», recuerda.

Con 33 años, la caja torácica de Javier fue vaciada y vuelta a llenar con un corazón y unos pulmones sanos. Su recuperación, como la de la inmensa mayoría de trasplantados, fue meteórica. «No te imaginas la sensación que tuve el día que me bajé a dar un paseo por el parque del barrio. Poco a poco vas recuperando esas ‘pequeñas cosas’ de la vida y lo valoras todo mucho más. Le doy gracias todos los días a mi donante, a su familia y a la vida por lo que me han dado», apostilla Javier, que llega a la entrevista motorizado. Javi no llegó a ser código cero - función matemática que determina que la vida de un enfermo es la variable dependiente de otras dos, la muerte de otro y la generosidad de la familia del fallecido- , porque entró en lista de espera con un cierto margen, y recuerda aquellos meses de espera «como un tiempo de inversión en mi vida». La angustia, el miedo, son parte del precio de esa inversión. «Yo soy muy agnóstico. Pero cuando estuve en el límite, le recé al Dios católico que me enseñaron en el colegio», recuerda.

Enterrar tabús

Los avances médicos han permitido que, hoy, el trasplante de órganos sea una normalidad en los quirófanos. Solo en 2021 los hospitales de la Comunitat Valenciana realizaron casi 500 trasplantes de órganos y sumaron 238 donantes. Hace 5 años y 3 meses, cuando Javier recibió sus vísceras de segunda mano, el salto en la gestión y la ejecución de la donación de órganos con respecto a 1993, el año de su nacimiento, había sido mayúsculo. Por eso esperaron.

«Cuando nací y me diagnosticaron el daño congénito, el cardiólogo le dijo a mis padres: ‘Tenéis dos opciones: una, operar al chiquillo ahora y que sea lo que Dios quiera; dos, esperar, porque al final el tiempo siempre va a jugar a vuestro favor», afirma. «La medicina de ahora y la de hace 40 años no tiene nada que ver. Imagínate de aquí a10 o 20 años», añade.

Javier subraya la importancia de enterrar el viejo tabú de los años 80, que decía que las personas trasplantadas eran enfermos crónicos. «Yo tengo una vida completamente normal. He estudiado dos carreras (Informática y Telecomunicaciones), viajo y he tenido novias, eh», sonríe. «Lo único que tenemos que hacer es tomar la medicación antirrechazo, pero eso se va equilibrando con el paso del tiempo hasta que te encuentran el equilibrio», añade.

Javi habla de los inmunosupresores, obligatorios para disminuir la reacción del organismo frente al órgano trasplantado. «Al bajar las defensas, estás un tiempo más vulnerable a coger infecciones. Yo ahora cojo un constipado de vez en cuando como todo el mundo» y hace dos años que no piso un hospital, asegura.

Jaime, el presidente de Avatcor, pasó por talleres con 47 años. Hoy tiene 60 y no solo muestra una gratitud infinita a los donantes, sino también «al sistema público que tenemos». «En la donación participan muchas personas, entre ellos pilotos, taxistas, operarios... Todo el mundo copia a la Organización (española) Nacional de Transplantes, por algo será». Una válvula defectuosa le llevó al código cero en 2007. Hoy agradece las donaciones, como la de la familia de Vera, desde Avatcor. «Queremos devolver el favor que nos ha hecho la sociedad, así que ayudamos al que está pasando por un proceso de transplante», explica.

El protocolo de la ONT obliga al anonimato de las familias de los donantes y los receptores para evitar «relaciones viciadas», una relación que sí está permitida, para quien lo pide, en varios estados de Estados Unidos. Jaime y Javier respaldan la normativa. El señor Buendía, el buque insignia, no. «¿Por qué no? Al principio, eran tan pocos que esa relación existía. ¿Qué mal puede hacer? (5 segundos de silencio) Al revés, sólo puede hace bien. Yo he conocido a donantes y receptores que tenían relación y te puedo asegurar que fue la decisión correcta», asevera.

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