A Carmen, a sus 87 años, la dejaron sin casa de manera injusta y sin previo aviso. Un juzgado autorizó su desahucio, pero no la echaron en día y hora, sino que la comisión judicial se aprovechó de un resquicio legal para cambiar el cerrojo cuando no estaba en casa. Todo, para más inri, con un recurso pendiente de celebrarse en la Audiencia Provincial. Quince días más tarde, en diciembre del año pasado, la sala corrigió al primer juez y obligó al propietario a devolverle la vivienda al considerar que el desahucio no debía haberse producido. Siete meses después, en julio de 2022 y habiendo pasado un calvario, le han devuelto las llaves de casa.

Solo las llaves, porque en realidad aunque las paredes, el techo y los azulejos son los mismos, ese ya no será nunca más su hogar, sino un lugar ruinoso. "Cuando pasé la puerta no pensé que fuera mi casa. Es un desastre", cuenta Carmen Débora. Primero, el propietario dejó que se deteriorara el inmueble para presionar a Débora a que abandonara la casa. Los suelos están levantados por las humedades y las paredes se llenaron de chinches, sin que el propietario quisiera arreglar estos desperfectos. Dolores Messeguer, hija de Carmen, se llevó los objetos más preciados de la casa ante la amenaza de desahucio. Su madre no lo vio, "lo hicimos yo y mi pareja porque ella no lo habría soportado", cuenta.

La casa estaba llena de muebles antiguos, de madera lustrosa y bonita, comprados hace décadas, a partir de que Carmen se mudara con su marido a la casa en el año 1974, con un contrato de renta antigua que, pese a todo lo explicado, no dejó de pagar ni un solo mes. En las paredes colgaban cuadros conocidos que reflejaban el amor por el arte de ella y su marido. "En el salón teníamos colgada La Primavera de Boticelli", dice Carmen.

"Cuando pasé la puerta no pensé que fuera mi casa. Es un desastre", cuenta Carmen Débora.

Ahora no hay nada de nada. Solo ruina por toda la casa. Los muebles no aguantaron el traslado por viejos y se rompieron, y los que no los donaron a una asociación de migrantes africanos, y los cuadros (solo algunos) se han podido salvar. El piso ahora parece directamente abandonado. En el dormitorio que compartía con su marido solo hay un somier de muelles en el suelo, papeles de propaganda y suciedad. Antes había un armario enorme de madera, una cama con su cabecero, dos mesitas, un gran cuadro y peluches. En cada estancia se nota la silueta de los antiguos muebles en la pared, y las imágenes cedidas por la familia hacen pensar que más que un desahucio ha pasado por allí un huracán.

A todo el via crucis emocional de Carmen Débora hay que añadir el golpetazo de abrir su casa, donde crio a sus hijos y vivió con su marido, y ver que estaba destrozada desde la cerradura de la puerta a los baños. "El daño emocional es irreparable. Ahora estoy recorriendo mercadillos y páginas web para encontrar muebles antiguos, como los que ella tenía, pero son muy caros y están muy mal. Además, mi madre no quiere muebles modernos de Ikea, quiere sentirse como en casa, con los muebles de toda la vida y el jarrón de cerámica de Manises que tenía en la entradita", dice su hija.

De sandías en la calle al piso turístico debajo de casa

La calle Jerónimo Muñoz, en el barrio de Patraix (València), ha cambiado mucho desde que Carmen llegó con su marido en el año 74. "Antes se vendían sandías en la calle, y al lado de casa había lugares casi sin asfaltar, se parecía más a un pueblo. Ahora hay metro, un montón de tiendas, y la zona está súper cotizada. No tiene nada que ver", explica. Ella es la única vecina de toda su finca que quedaba de las de toda la vida. Ahora comparte escalera con pisos para estudiantes, Airbnb, o viviendas turísticas que se alquilan por semanas o días.

"El propietario me quería fuera porque le daba rabia cobrar tan poco (200 euros por la renta antigua)", dice Débora. Su hija enseña la habitación más pequeña de la casa, cuya ventana da al hueco por donde pasa el ascensor y dice que "por una habitación como esta están pagando 300 euros, nos lo contó un vecino". Si es por una semana y para turistas, uno de esos pisos son 500 euros, como mínimo.

Messeguer critica que "para desahuciar a mi madre fueron rapidísimos, pero para devolverle la casa se han tirado casi 8 meses", y empieza a explicar un periplo de pleitos por los daños ocasionados en la casa en el que están metidas y, casi un año después del calvario, sigue sin dejarlas tranquilas; "es algo que te agota", lamenta. Aún así, el daño "es irreparable. Mi madre nunca va a volver a estar como en casa".

Estado de posguerra

Los daños económicos en el caso de Carmen y su hija Dolores son evidentes, pero los más devastadores han sido los emocionales. Dolores, de cincuenta y pico años ya frecuenta médicos por enfermedades que no sufría desde hacía muchísimos años. Todo el proceso le ha trastocado el físico y ahora está delicada de salud. Ella, psicóloga de formación, también acude a consulta para intentar superar los traumas de un proceso que está bastante lejos de acabar. Su madre se encuentra peor en casi todo.

"Al principio solo piensas en luchar para no perder la casa. En moverte, en buscar alguna alternativa por si pierdes el juicio y te echan. Miras todos los servicios sociales, no paras", dice Dolores. Ese es el momento de guerra. "Cuando ganas, todo te baja y te pega un golpe brutal. Empiezas a sentir todo de golpe y te deprimes, te vienes abajo. Esa es la posguerra que es peor que lo primero". Así están Carmen Débora y Dolores, con secuelas de un proceso que todavía no ha acabado.