Se ha venido advirtiendo como un mantra la zona mediterránea sería de las más afectadas por un proceso de cambio climático. Su ubicación entre el sector templado y el subtropical justifican este hecho, ya que se supone que los procesos extremos le pueden afectar especialmente. Sin embargo, en la ecuación de los riesgos no se ha contado con la vulnerabilidad del entorno ni con la exposición. Es evidente que la peligrosidad es alta y que también lo es la exposición y que las dos no dejan de aumentar en el nuevo contexto, no obstante, la parte de la vulnerabilidad del entorno mediterráneo a los fenómenos extremos parece no haber sido contabilizada, ni en lo natural ni el en la adaptabilidad humana, El clima mediterráneo está acostumbrado a los extremos, a no ver una gota durante meses y a ver caer toda la precipitación anual en unas horas, a sufrir olas de calor y heladas. La vegetación está adaptada a ese clima y, aunque es cierto que aumentan los extremos, el estar ya acostumbrado a ellos la hace estar más preparada que el entorno oceánico a esa circunstancia de la irregularidad. Si vemos lo que está pasando en los territorios templados de Europa occidental y central o de la propia Península Ibérica, está claro que los que lo pasan peor son los acostumbrados a la regularidad de las condiciones meteorológicas. No resulta menor la adaptabilidad humana, la resiliencia, ante fenómenos extremos. La falta estructural de agua ha hecho que el sudeste español por ejemplo haya apostado claramente por la suma de alternativas como la desalación o la reutilización de aguas depuradas, y eso le hace estar más preparado lógicamente que los que dependen de recursos muy superficiales que sufren con las sequias eventuales, que se han producido siempre en ese entorno, pero que pueden ir a más. No es cuestión de ser mejores, sino de que no ha quedado otra que adaptarse. En próximas columnas intentaré desarrollar estas ideas y otras contra lo que viene a ser un constante proceso de presión política y mediática.