Marta vino de Venezuela hace poco. Bajó del avión con sus cuatro niñas y su pareja, y tenía un plan. Pero se torció. La necesidad la forzó a vivir hacinada con sus niñas en un cuarto de 8 metros cuadrados. Todos en la misma habitación por la que pagaba al casero 500 euros al mes. "Ni siquiera nos dejaban usar las estancias. Las niñas comían sentadas en el suelo, con el platito en el piso", cuenta. Así estuvo varios meses hasta que escapó de esa situación.

Su pareja encontró trabajo en la obra. En negro y precario, forzado esta vez por la irregularidad administrativa. Pero trabajo. Y eso les permitió salir de esa situación e irse a un piso de València después de muchos meses malviviendo en un cuarto con cuatro niñas. El piso no es una maravilla, ni mucho menos, pero es algo más digno y empiezan a encauzar su vida. Las niñas van al cole y ella busca empleo, que tampoco podrá ser legal ni disfrutando de derechos porque no tiene papeles.

Esta historia se repite con caras distintas. Las de muchas mujeres latinoamericanas que llegan a Barajas o a Manises con un visado de turista, la principal vía de entrada de inmigrantes irregulares en nuestro país. El visado dura tres meses, y después se convierten en "ilegales" (como se refieren a sí mismos cuando se quedan sin papeles). En esa situación de vulnerabilidad extrema, muchos caseros aprovechan para alquilar sus habitaciones a precios completamente abusivos y en condiciones de hacinamiento.

Lucy Polo es presidenta de la asociación Por Tí Mujer, que brinda apoyo y recursos a mujeres y familias latinas emigradas de sus países hacia València. "El tema no es que te hable de un caso, sino cuál de todos te cuento. Tenemos muchísimas familias en esa situación. Muchísimas", explica al otro lado del teléfono.

"Suele ser gente recién llegada y que no tiene redes de apoyo de ningún tipo, así que pueden caer más fácil en estas situaciones", cuenta Marian Narváez, trabajadora social de la entidad. "Hay quien pasa hacinada hasta tres años, porque es lo que se tarda -con suerte- en conseguir el arraigo social", sentencia. Y en esos tres años no se pasa por un piso, se deambula por muchos.

Lucía está en esas ahora mismo. Con su niño de cinco años, su hermano y su marido, todos viviendo en una habitación. Las condiciones del alquiler, la propia casera y su situación de persona indocumentada no la permiten salir en este reportaje, lo que la hace todavía más invisible. Cuenta que se pasa el día con el niño en el parque, para que corra y vea a otros niños, y porque en casa no tiene ni el espacio, ni la intimidad, ni la posibilidad de hacer ruido. En definitiva, la oportunidad de ser un niño de su edad.

Guerras no declaradas

Su hermano llevaba un estudio de tatuajes, y ella trabajaba con él. Pero en un país sumido en la violencia, pronto llegaron para pedirles "la vacuna". Así se llama a la extorsión en Colombia, a pagar porque los criminales dejen en paz tu negocio. La situación se hizo irrespirable, y primero emigró el hermano de Lucía, básicamente para salvar el pescuezo. Después lo hizo su marido, para allanar un poco el camino para cuando emigraran ella y su chiquillo.

Cuenta que en Colombia (como en otros países de América Latina) viven en una guerra no declarada. "La gente piensa que con el acuerdo de paz ya se acabó todo, y no. La violencia y la inseguridad son terribles, y la tasa de homicidios sigue siendo altísima", lamenta.

Curiosamente Lucía no vino con visado de turista, sino con carta de invitación -un documento proporcionado por un familiar residente que permite circular por España algo más de tres meses-. Tenía a alguien en Madrid, al menos no llegaba completamente sola. Pero la red falló. "Aquel piso era el peor ambiente posible para mi hijo, no podía estar ni un día más allí", así que a la segunda semana se vino a València gracias a la amabilidad de otra colombiana que le ayudó a pagar un mes de alquiler.

Y llegó a la habitación en la que está ahora, un cuartucho por el que pagan casi 400 euros. En el mismo piso vive una persona mayor y su casera, que no le hace contrato ni nada parecido, ni deja al niño hacer ningún ruido. Se afanan todo lo que pueden en encontrar un empleo, porque las remesas que trajeron ya se han acabado. "Esta semana he hecho la compra por 90 euros, algún material para el cole del niño y he recargado el bonobús que encima ha subido. Y ya no nos queda dinero", sentencia.

En una habitación también guardan sus cosas amontonadas y en maletas. "Lo primero que compré con el poco dinero que tenemos es un cajonero", explica. Dice que "pereza no tenemos, trabajaremos de lo que sea", pero se les hace complicado y las ofertas que les llegan rozan la esclavitud. Sin papeles no hay derechos, y de eso se aprovechan muchos empleadores sin escrúpulos.

Otra historia que se repite, la de las mujeres inmigrantes que se arrepienten de emigrar. "Ahora estoy aquí y no hay vuelta atrás, pero si lo sé no lo habría hecho. Al menos en Colombia tenía una casa y a los míos, aquí estoy peor", denuncia Lucía. "Es cierto que aquí hay muchísima más seguridad, es otro mundo porque puedes salir de noche o a la calle con el móvil. Pero no pensábamos que en España se trataba así a los inmigrantes", sentencia.