Vuelve febrero, con su tinte violáceo y esa aparente quietud que encubre próximos acontecimientos. Bajo un manto protector, la vida -que hará eclosión en primavera- manifiesta ya su firme latido. Todo está por venir. ¿Quién no teme a febrero? Estos días el 23-F es objeto de nuevos análisis e interpretaciones, al cumplirse su veinticinco aniversario. Los testimonios íntimos quedan para la memoria particular de cada uno.

Para destacar un hecho relevante suele decirse que trasciende lo personal. Sin embargo, la mayoría de los grandes acontecimientos se gestan en esa esfera íntima y frecuentemente ninguneada de las creencias, los sentimientos, los deseos y frustraciones. Con los años, no he podido olvidar aquella voz siniestra que decretaba el toque de queda y ordenaba el inmediato regreso de los ciudadanos a su domicilio. .

Aquellos núcleos familiares no reflejaban precisamente el ideal de vertebración pregonado por los mandos sublevados. Eran años de transición. Algunos ciudadanos -y entre ellos muchos jóvenes- habían luchado con entusiasmo contra el franquismo. Otros, llevaban tiempo descubriendo un mundo diferente al que se les había dibujado, y trataban de elegir su opción. Todos, en definitiva, aprendíamos a vivir.

Las contradicciones y los errores afloraban, pero no nos sumían en la culpa y el desconcierto- como algunos hubieran deseado- sino que nos hacían más fuertes. Estábamos dispuestos a equivocarnos y así lo hicimos, una y muchas veces.

Ese tirón de los jóvenes arrastraba a los padres, que empezaban a aceptar otras realidades mientras asumían su renuncia al autoritarismo.

Aquel 23 F, muchos padres conservadores ayudaron a sus hijos a huir ante la amenaza de los sublevados. Muchas madres quemaron listas de nombres y direcciones, para evitar que los camaradas de sus hijos fueran localizados. Muchas chicas buscaron cobijo con su bebé en casa de amigos o parientes mientras su marido se planteaba pasar la frontera esa misma noche. Muchas parejas en crisis se reencontraban entre las frías paredes de su piso, porque constituían el único núcleo o célula familiar admitido por los golpistas.

Durante unas horas, lo que nunca fue pudo ser. Un puñado de exaltados quiso decidir nuestro futuro. Para cambiarlo, detenían el curso de la vida. Separaban a padres e hijos, enfrentaban a los amigos, alertaban a los vecinos, animaban a los confidentes. De prosperar el golpe, no hubiéramos tenido la posibilidad de elegir ni de equivocarnos y, por lo tanto, las experiencias vividas serían muy escasas, y las enseñanzas recibidas, mínimas. Probablemente, nunca hubiéramos encontrado a nuestra pareja.