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Minima Moralia

el nuevo viejo museo de xàtiva

En la segunda mitad de los años 80 el pensador Gilles Lipovetsky hacía referencia a la «obsolescencia». Un término que entonces no resultaba llamativo per se, pues aparecía en su libro sobre la moda, el fenómeno efímero por excelencia. Aquel sustantivo, hoy con apellido calificativo, obsolescencia programada, se ha hecho muy presente en nuestras vidas: esa fecha de caducidad impuesta sibilinamente por el fabricante a cualquier tipo de objetos, desde la cinturilla de los calzoncillos hasta innumerables gadgets, como los cartuchos de tinta para impresora, que se «acaban» antes que la tinta que contienen, o los móviles y ordenadores colapsados en pocos meses por nuevas aplicaciones y programas que saturarán sus memorias.

El Museo de l'Almodí setabense venía siendo desde su origen un museo local al uso. O sea, uno de esos museos de aluvión como tantos de su época, sin plan ni presupuesto algunos y jamás sometido a racionalización o destinado a cometido definido. En el olvido para los gestores municipales e, incluso, para algunos vecinos con dificultades a la hora de indicar su localización al turista. Desde que se anunció la creación de un Museo de Bellas Artes en Xàtiva —la denominación, propia del siglo XIX, ya indicaba a dónde apuntaban nuestros munícipes—, con regular periodicidad, cada paso era convertido en noticia desde el ayuntamiento: fecha de inauguración; necesidad de especialistas para el traslado de las obras —¡menos mal!—; aplazamiento de la apertura; empresa a la que se encarga el traslado (una fundación en proceso de disolución); piezas que «po-drían» instalarse (o no) en l'Almodí, según la sabia aportación del alcalde; gozoso «descubrimiento» de la celebración, que se realiza anualmente en todos los museos de todos los países del entorno, del Día de los Museos por parte de la regidora de Cultura; inicio de la mudanza; visita del alcalde a las obras; que la inauguración será «en enero o febrero»; problemas con el adoquinado del entorno y nuevo retraso;? Pero nada en todo ese tiempo, absolutamente nada, de proyecto o intenciones museográficas y museológicas para el nuevo equipamiento. Ni de presupuesto para su funcionamiento. Nada. Digámoslo rápido: estábamos en puertas de lo que no es más que un desdoblamiento espacial. Tras este paso, y pese a la denominación asignada que nada define y concede cabida a todo, aún queríamos mantener alguna esperanza. Pero la visita nos descubre un museo obsoleto desde su concepción, en el que lo expuesto no gana atractivo ni visibilidad ni puesta en valor; falta holgura para la contemplación de las obras, todavía más abigarradas que en su anterior emplazamiento; en espacios intrincados y con numerosos vanos de pared. Las anunciadas como «salas temporales» resultan no ser sino lugares de tránsito y las «exposiciones temporales» son la mera disposición de unos cuadros en los mismos, los que caben en ellos. Ni uno más, ni uno menos. Un triste desdoblamiento para un triste museo, ya que con esos mimbres y sin previsión para el mínimo dinamismo parece condenado a ser un nuevo viejo Almodí, cual vetusto desván de la iaia. Riesgo del que advertía Theodor W. Adorno en su escrito Valéry Proust Museum (1923): ante la tradición sin criticismo y la instalación de obras de arte mal orientada, «museo y mausoleo son palabras conectadas por algo más que la asociación fonética». Entre muchas posibles, quedémonos con una consideración: ¿Era la Casa de l'Ensenyança, un edificio histórico del siglo XVIII, sin posibilidad de transformación estructural por tanto, el contenedor adecuado? Y respecto a este peregrino arrebato del alcalde, ¡cuán caro e irresponsable a futuro resulta sacarse de la chistera, en días de «activismo» preelectoral, equipamientos en estas condiciones! Ah, pero no se me olvide una noticia merecedora de aplauso. El Gobierno francés es el primero que ha comenzado a elaborar una legislación que penalice con multa económica y hasta con pena de cárcel a quien pergeñe bienes y objetos con obsolescencia programada.

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