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la ciudad de las damas

borinot qui no bote

Antes de que el estruendo de las Fallas nos impida oir el ruido de nuestras propias ideas, es momento de alguna reflexión sobre esas fiestas que constituyen no sólo una seña de identidad de la tierra, sino también un compromiso vital de gran parte de la ciudadanía. La inmensa mayoría sólo aspira a sumergirse en ellas en cuerpo y alma, para disfrutar de cada petardo, de cada ninot, aunque existen algunas personas cuyas expectativas van en sentido contrario. Gente cuya aspiración es poner la máxima distancia posible entre sus personas y esa Valencia ruidosa y festiva, donde no hay metro cuadrado que no esté saturado de turistas despistados e impregnado de ese dulzón olor a buñuelo capaz de disparar los triglicéridos de cualquiera.

En cualquier caso, lo que hay que reconocerles a las Fallas es que constituyen una potente organización social a la que pertenecen miles de valencianos y valencianas. Amantes incondicionales de una fiesta que exige una permanente renovación, y no sólo en lo que se refiere a monumentos por motivos obvios, sino también por su necesidad de percibir y enjuiciar los cambios que se van produciendo en la sociedad, para posibilitar la obligada crítica. Son, sobre todo, una manifestación cultural, en el término más amplio de la palabra, que transmite valores, que crea opinión y conforma la conciencia colectiva de la gente. Sus críticas ponen en solfa todo aquello que les merece rechazo pero la ausencia de éstas, marca una línea roja sobre lo que merece consideración y no debe ser objeto de chanza y descalificación.

Las Fallas pueden ser aliadas de primer orden para fomentar actitudes de respeto en la misma medida que pueden lanzar condenas inexorables. Por eso es positiva la iniciativa de la Diputación de Valencia que se ha propuesto enrolarlas en su estrategia contra la violencia machista destinando 250.000 euros para subvencionar a las fallas que coloquen estandartes contra la violencia machista. Si el anterior inquilino regalaba 180 euros a quien le nombrara fallero honorario, lo que no dice mucho de la sinceridad de la muestra del cariño recibido, el actual ha optado por mantener la subvención dándole una justificación mucho más aceptable.

Las Fallas, con la mala leche que las caracteriza reflejan con su sátira el sentir mayoritario de la sociedad. Crean tendencia, forjan la opinión popular, y al mismo tiempo sentencian, con mano dura y sin remilgos. Si son capaces de administrar bien ese poder, pueden evitar condenas inmerecidas y castigos crueles a quien nunca los ha merecido, aunque siempre han estado expuestos a la cáustica burla fallera mientras han dominado ideologías reaccionarias.

Un grito eufórico que insulta a las minorías. De ahí también, que el colectivo LAMBDA haya lanzado, y no por primera vez, una campaña que reclama la sustitución de ese grito de guerra fallero habitual que pretende que todo el mundo bote hasta la extenuación, por otro que excluya cualquier connotación cruel y homófoba. Gritar «borinot, el que no bote» puede ser una contribución generosa y valiente a la lucha contra la homofobia que tanto dolor ha causado a muchas personas. Y sólo es una palabra. Se trata de evitar que una masa entusiasta y eufórica atruene en calles y plazas, con esa versión tradicional, casposa y cutre de la cancioncilla, que lanza un claro mensaje de desprecio y castigo contra seres humanos de diferente orientación sexual. Si las Fallas participan en la lucha contra la violencia machista, si se niegan a fomentar un trato cruel e indigno a las personas de diferente orientación sexual, seguirán siendo una fiesta sin parangón, pero además serán una fiesta con conciencia y corazón.

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