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«Abuelez»

buelez, término absolutamente inexistente que define el estado en el que entran algunas personas cuando, superada la fase biológica de la crianza de la descendencia propia, se hacen corresponsables por diferentes circunstancias, del cuidado de criaturas relativamente ajenas. Es un estado físico, mental, social y económico porque supone una carga física extraordinaria, una fatigosa concentración de energías mentales, una reducción inevitable de la vida social y casi siempre, una inversión económica más o menos voluntaria, para atender a las inacabables peticiones de los sujetos pasivos protagonistas: esas criaturas pequeñajas, abusonas y rebeldes, tan encantadoras como agotadoras. Merecería un ítem en el Diccionario de la Lengua, este palabro porque define una realidad tan extendida, como poco reconocida. Transitar por la ciudad permite ver a multitud de grupos humanos entre cuyos miembros hay una significativa diferencia de edad. Falta esa generación que suele estar trabajando esforzadamente para mantener a sus retoños, por lo que su atención recae, dada la escasez de recursos sociales, en las abuelas y abuelos, que con mucho valor e incombustible espíritu de sacrificio afrontan la tarea con absoluta generosidad y bastante soledad. La abuelez es aquella situación que puede trastocar la vida de las personas, con efectos difíciles de imaginar antes de vivir la experiencia en propia piel, a pesar de ser un lugar común de conversación tan tópico como la mili de los hombres o los partos de las mujeres. La abuelez afecta por igual a mujeres y hombres, pero a alguno de ellos les da una última oportunidad de rectificar paternidades distantes vividas en momentos en que otras prioridades materiales parecían ser más urgentes. Es un desafío, una oportunidad, un castigo, un privilegio. El privilegio de volver a sentirse útiles, la posibilidad de recuperar esa sensación maravillosa de ser referente único y perfecto para otro ser humano. Es el castigo del cansancio cuando el cuerpo no aguanta el ritmo implacable que exige una dedicación sin treguas. Y también la oportunidad de retrotraerse a momentos vitales en los que no quizás no se era consciente de que del éxito de nuestra labor educadora dependía el futuro de quienes queremos. Y poder hacerlo mejor. Sobre todo, es la increíble alegría de estar presente en los primeros pasos de quien tiene la vida por delante, como una inmensa hoja en blanco donde todo está por escribir. Su futuro da sentido a todos nuestros esfuerzos para conseguir que no tropiece en las mismas piedras que nosotras.

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