la llegada del calor estival, quienes tienen la suerte de disfrutar de tiempo libre gustan de buscar aquello que más consiga desconectar de la rutina que ocupa el resto del año. Personalmente, liberado del yugo del curso universitario —aunque este año haya ocupado mi tiempo sirviendo cafés y esas cosas que hacen los becarios en los periódicos—, una de mis escapatorias preferidas consiste en revisitar mi infancia, normalmente volviendo a lugares como aquel camping de Oliva que durante tantos años frecuenté o la playa a la que hace demasiado que no visito. Me considero de los que suscriben a Jorge Manrique cuando escribió aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Esos «tiempos pasados» en mi caso de veinteañero no son demasiados, por lo que los recuerdos que busco recuperar en esa empresa pertenecen mayormente a mi niñez. Hay, no obstante, ciertos aspectos de aquella época de los que no puedo decir que esté muy orgulloso. Y aprovecho la columna que tan amablemente me cede este diario para disculparme ante todo aquel al que pudiese molestar con la broma tan arraigada de llamar a un timbre y salir corriendo. Qué gracioso nos parecía.

Hablábamos de ello el otro día en comida familiar, y aprovecharon para relatar la clase de bromas que los abuelos gastaban en sus tiempos mozos. Las hubiese narrado todas y seguramente valdría la pena, pero necesitaría varias páginas, por lo que solo contaré cómo evolucionaron la jugarreta del timbre que comentaba: los chavales, cuando el propietario salía de su casa, tiraban de una cuerda que abría una jaula colocada sobre la puerta llena de sapos, que caían sobre el desdichado vecino y entraban en su casa mientras él se desgañitaba en insultos. Esta jugarreta era de las más light, pero se hacen a la idea de cómo nuestros mayores encontraban propuestas mucho más sugerentes para resolver esa extraña necesidad que a veces siente la chavalada de molestar al prójimo sin motivo alguno. Cierto es que el hambre agudiza el ingenio, pero sorprende de qué forma lo encauzaban algunas veces. Hoy día dicho ingenio ya se viene domando desde muy temprana edad; la enseñanza reglada coge a cada presunto pequeño demonio a los cuatro o cinco años y lo amolda hasta que cumple dieciséis, plenamente encuadrado en los estándares de la sociedad y ya sin la idea de meter anfibios en casas de desconocidos. Sin maldad en definitiva, o eso dicen. Si me permiten yo puntualizaré, desde la experiencia, que con aún menos imaginación que maldad. Efectivamente, cualquier tiempo pasado fue mejor.