En el centro de la estancia tan solo hay un pequeño y viejo pupitre. Es lo único que hay en la sala en la que unos profesores jubilados imparten clases de español a los inmigrantes con pocos recursos que residen en Xàtiva y alrededores. Fariza se encuentra sentada en la silla, introduciendo con la ayuda de una traductora cómo fue su travesía hasta España, mientras espera a sus dos hijos mayores, que se encuentran en el instituto, ya que están escolarizados. Llegan y se animan a conversar en español. Tan solo llevan unos meses aquí, pero lo hacen con cierta fluidez. El camino hasta este día ha sido muy duro. Han huido de la cruda realidad. Han escapado de una guerra.

En el centro de Europa miles de personas continúan sufriendo el bloqueo al que se han visto sometidos por las autoridades. Para muchos tan solo son un número, como el de la cifra de personas que cruzan el Mediterráneo tratando de alcanzar una esperanza tan frágil, que se rompe en el intento. Pero a Zaher, Mohamad, Fariza, Ayman y Abduacrazak les podemos poner nombres y rostros. Ellos son la familia siria refugiada en Xàtiva desde 2016.

En Damasco, la capital siria, tenían una empresa textil. Pero el conflicto bélico les hizo perderlo todo. El dinero que tenían en el banco quedó congelado, y aquel del que disponían, más el que pudieron reunir, lo utilizaron en pagar al ejército y a las mafias para poder salir del país. Cogieron un avión que les llevó hasta Argelia. Pretendían vivir allí en primera instancia, pero no les otorgaron la tarjeta de residencia. «Podías vivir allí, pero sin nada, y te sentías diferente. Todos somos árabes, pero ellos tienen otro idioma. Allí estuvimos casi tres años, y decidimos viajar a Europa», comenta Zaher, el hermano mayor. «Mucha gente trata de viajar a Europa, sabiendo que es arriesgado y que puedes morir en el intento. Pero no hay nada que perder, y la recompensa lo vale. La muerte es mejor que una vida como esta», añade sin dudarlo. Antes de llegar a España, pasaron también por Marruecos, hasta que finalmente llegaron en barco a Cullera, donde vivieron unos meses antes de emprender el camino quizá definitivo hacia Xàtiva, el pasado verano.

Antes de comenzar la guerra en 2011, en el país vivían unos 25 millones de personas. Ahora queda menos de la mitad de la población. Pero… ¿por qué empezó todo? «Al principio —explica Zaher— la gente salía a la calle para reivindicar un cambio de presidente. Queríamos cambiar. Pero Bashar Al-Asad [el presidente sirio] lanzó al ejército contra la gente y murieron muchas personas. Al principio de todo ello la ciudadanía solo salía a la calle y gritaba por sus derechos, las armas las ponía el ejército, pero con el paso del tiempo los ciudadanos se fueron haciendo también con ellas y el conflicto bélico fue creciendo», resume. Así empezó una guerra que lleva más de seis años. «Parecía que la gente iba a ganar, pero fue en ese momento cuando algunos gobiernos tendieron la mano al presidente sirio. Ahora hay tres ejércitos contra la gente de Siria: Rusia, Irán y Líbano. Y ahora también tenemos que combatir al autodenominado Estado Islámico. Cada uno quiere hacer un país a su medida», relata.

Entre escombros

La familia vivía en un pueblo cercano a Damasco. Hoy, su casa es un cúmulo de escombros. Fueron al centro, a casa de su tía, donde vivieron dos meses. Un buen día, al salir de casa, Zaher vio un gran número de personas muertas en la calle, y no se le ocurrió otra cosa que correr. Tenía mucho miedo. Con total parsimonia, explica que el ejército lo cogió y le preguntó por qué escapaba: «me encerraron en una habitación durante todo el día, en la que ni tan solo entraban los rayos de sol», dice. Mohamad, por otra parte, veía los tanques y pretendía jugar con ellos junto a sus amigos. «Mi madre me decía que no podía, y yo insistía. No paraban de pasar tanques, y de repente empezaron a disparar». Fariza se sintió consternada, pero pronto supo que su hijo se había escondido en un restaurante. Pero un buen día, a los dos hermanos les llegó el momento. Recibieron un papel en el que se les comunicaba que ya tenían la edad necesaria para ir al ejército. Fue entonces cuando sus padres decidieron que tenían que escapar de aquel infierno, aunque tan solo aquellos que son capaces de pagar por ello pueden conseguirlo. La libertad en Siria tiene precio.

Un país destruido

Cuando les preguntamos por lo que más echan en falta, los hermanos sonríen con melancolía. «Queremos que el país vuelva a ser el mismo que antes de la guerra. Tenemos todavía allí a parte de nuestra familia. Y no podemos viajar. Queremos volver, porque es nuestro país, pero parece imposible. La guerra no va a acabar, porque cada año la cosa está peor que el anterior. No tenemos ya ni casa, y habría que ver dónde vivimos», explican. Al pensar en su país, en las amistades y en los familiares que dejan allí, Mohamad nos cuenta que uno de sus amigos murió hace tres años debido a una bomba de gas lanzada por unos aviones. No fue el único. En aquel ataque murieron unas 2.500 personas en tan solo una hora. Cifras que hielan la sangre.

«Cuando estábamos en casa, podíamos escuchar desde la distancia el sonido de las bombas y los tiros. Veíamos el fuego y la destrucción», cuentan los dos hermanos. «Cada vez que lanzan bombas —añaden— muere un centenar de personas. Y parece que ganará Bashar Al-Asad, con la ayuda de Rusia. No podemos volver a casa», insiste Zaher, quien añade que cuando el ejército coge a un rebelde, no duda en torturarlo. «No tienen corazón. Sonríen cuando hacen estas cosas. Cuando ves eso te pasas dos o tres semanas sin dormir, pero a medida que pasa el tiempo te vas acostumbrando a la barbarie. Convives con ellas. Te acostumbras al horror», agrega el joven.

El sueño de trabajar en un comercio o al frente de una pastelería

Ahora, lejos de esta dura realidad de guerra y éxodo, la familia tan solo quiere un trabajo que les permita vivir bien. En Siria la empresa familiar era de fabricación de ropa y exportaba a países como Rusia o la propia España. Es por eso que Zaher lo tiene claro: «Me gustaría trabajar en el comercio, como hacíamos en nuestro país. Ser empresario como mi padre, y estudiar comercio internacional», dice. Mohamad, en cambio, sueña con un porvenir más dulce. Quiere ser pastelero. Este mes de marzo terminan su condición de refugiados a ojos de la Unión Europea, por lo que podrán empezar a trabajar. «Yo prefiero eso a tener que conformarme con la ayuda que nos dan. Quiero volver a sentirme útil para la sociedad», afirma Zaher. Cuando acaben de ser refugiados, no serán ilegales. Serán sirios viviendo y trabajando en España, y dentro de diez años podrán incluso optar a la nacionalidad.

Hay gente que piensa que estas personas son más privilegiadas que las que se encuentran en el paro en este país. Pero es necesario dejar claro que no tienen ningún privilegio. En primer lugar, las ayudas que reciben llegan desde la Unión Europea, y ni tan solo alcanzan a cubrir todas las necesidades básicas que requiere una familia. De hecho, hoy por hoy, viven en una casa que no tiene calefacción. Pero no importa. Están sanos y salvos en España. «Cuando vi al policía español corrí a abrazarlo. Sabía que estaba a un paso de conseguir cruzar la frontera. Y una palabra fue necesaria para mí: Bienvenindo», cuenta Zaher para ilustrar lo a salvo que se sintieron.

Un día quieren volver a Damasco para abrazar a su gente. «Es una ciudad preciosa», asegura Mohamad. Al menos lo era antes de convertirse en refugiados de guerra (que no inmigrantes). Hasta que llegue ese día, al menos podrán tener tranquilidad. Otra oportunidad. Un futuro. Y mientras tanto, la sociedad española tiene el deber moral de no ser ajena a esta realidad, de no cerrar los ojos cuando nos golpea. Al fin y al cabo, un día, también fuimos refugiados.