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Una guerra de cruces

Al hacer la declaración de la renta surge un detalle, casi cuando ya hemos llegado al final del peliagudo proceso y sabemos cuál es la sentencia: la cuestión de las cruces. Para la Iglesia o para fines solidarios, nos preguntan. Y resolvemos sobre la marcha, al tuntún, la mayoría de las veces, sin poseer la suficiente información. Información necesaria, por cierto, ante preguntas algo tendenciosas que en sí mismas ya llevan trampa, como las preguntas bordes de algunos examinadores.

En un Estado que se proclama aconfesional, es decir, que no profesa oficialmente ninguna creencia religiosa, es un contrasentido brutal que quienes sean creyentes de una determinada religión puedan dedicar parte de sus impuestos no a los gastos comunes de utilidad general (sanidad, educación?) sino a financiar su organización religiosa, ya que ello implica, de entrada, un agravio comparativo porque su contribución es menor. Es evidente que quien se sienta católico, apostólico y romano tiene todo el derecho a financiar la organización que merece su confianza, pero es sin duda un privilegio antidemocrático y anticonstitucional que la Iglesia Católica reciba 11.600 millones de euros, amén de otros tratos de favor como la exención del IBI y otros impuestos que salen de los impuestos pagados por todas y cada una de nosotras, seamos agnósticos, budistas, musulmanes o testigos de Jehová.

No es una aportación irrelevante: según los datos oficiales recogidos por Europa Laica de ahí salen los 183 millones de euros para el sueldo y seguridad social de los obispos, cardenales, arzobispos y 20000 sacerdotes; 650 millones de euros para el sueldo y seguros sociales de 25.000 catequistas de religión en los centros de enseñanza pública o concertada. De ahí vive la Conferencia Episcopal, las facultades eclesiásticas o la Pontificia de Salamanca. Hay 600 millones de euros para el mantenimiento del patrimonio católico, que no se gestiona precisamente al servicio de los intereses generales, ya que se apropia de la totalidad de los ingresos de sus visitas; y también 4.750 millones de euros en subvenciones a 2.450 centros concertados católicos y conciertos sanitarios con 68 hospitales. Cáritas recibe el 2% de la recaudación. Todas ellas, hay que insistir, inversiones absolutamente legítimas siempre que corran a cargo de quienes son creyentes y quieren manifestar de forma activa su compromiso con la fe que profesan.

La segunda opción, la casilla que destinará nuestros fondos a fines de interés social, puede resultar más atractiva a quienes poseen un espíritu solidario y comprometido con las causas sociales. Pero, como analiza la plataforma Europa Laica, esta opción significa realmente privatizar el deber de atención a los fines de interés social. No se atienden las necesidades sociales en base a decisiones personales y donaciones individuales. Se deben tratar como una cuestión de Estado, como una obligación básica de los poderes públicos, cuyos criterios y prioridades deben formar parte de una política del Estado. No hablamos de caridad, sino de derechos que deben ser garantizados por los poderes públicos, porque vivimos en una sociedad que no quiere abandonar a quien se encuentra en situaciones de mayor vulnerabilidad. En ningún caso las políticas sociales pueden depender de decisiones individuales manifestadas con una X a favor de estos fines en su declaración de la renta.

Mejor no preguntar

Por eso hay preguntas que no deberían hacerse para evitar respuestas incorrectas. La financiación de la Iglesia Católica debería correr a cargo exclusivamente de quienes creen en su función. Y la atención a las necesidades sociales debe ser una responsabilidad colectiva, gestionada desde los poderes públicos. Así que, dado que no hay respuesta correcta, mejor no señalar ninguna.

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