Para un buen número de mortales, solo existen dos formas de viajar: hay quienes lo hacen por negocios y quienes lo hace por placer. Para los cerca de 9.000 españoles que fueron deportados a los campos de exterminio nazis, el concepto cobró un nuevo significado hasta entonces impensable. Sus viajes eran sinónimo de periplos forzosos de 1.500 kilómetros con un desolador destino que les transformaba primero en números y más tarde en esclavos. Sometidos a jornadas extenuantes de trabajo, en medio de unas condiciones de subsistencia deplorables, la mayoría de los prisioneros acababa muriendo de agotamiento. Como el setabense Ricardo Cháfer, combatiente en la Columna Durruti, que entró en Mauthausen un 5 de agosto de 1940 convertido en el número 3.124. Su vida se apagó después de 5 años de penurias. Se le certificó una enfermedad cardiovascular.

Cháfer es solo una pieza más en el terrorífico puzzle de La derrota perpètua, un antídoto contra la desmemoria en forma de trabajo coral, elaborado a cuatro manos por los investigadores Carles Senso, Guillem Llin, Ximo Vidal y Salvador Català, que hoy se presenta en la Casa de la Cultura (19.30 horas). Eel libro rescata del olvido y recopila las biografías de 49 vecinos de la Costera, la Canal y la Vall d’Albaida que huyeron de España con la etiqueta de vencidos y terminaron como prisioneros.

Senso, doctor en Historia y redactor de Levante-EMV en la Ribera, aporta un dato demoledor en la introducción del libro: un 67% de los deportados de las tres comarcas no sobrevivieron al infierno y fueron asesinados, mayoritariamente en Gusen. Un porcentaje 7 puntos por encima de la media valenciana. Los pocos que consiguieron sobrevivir fueron liberados en mayo de 1945. Para algunos, como el vecino de Quesa Vicente Albuixech, tuvieron que pasar 1.500 días de cautiverio.

«El libro es el fruto de tres años de trabajo de cuatro amantes de la Historia que consideran que han llegado demasiado tarde, porque la recuperación de la vida de estos demócratas se hubiera tenido que realizar hace muchas décadas», incide el periodista e historiador. «Es normal que no lo hiciese el franquismo porque era un régimen asesino vinculado al nazismo, pero es una vergüenza que engan que seguir siendo iniciativas privadas las que recuperen las historias de unas personas que lucharon hasta la muerte por la democracia», remacha Senso.

Soterradas sobre los cimientos de una duradera dictadura que se desentendió de los compatriotas abocados a cruzar la frontera francesa y los dejó al libre designio de los planes de Hitler, las historias de los rotspainer (rojos españoles) comparten la desesperación, el hambre, la desnutrición y la violencia, pero también la ausencia de contacto con unos seres queridos que tardarían décadas en conocer su muerte, cuando no se iban a la tumba todavía con la esperanza puesta en el ansiado regreso. Como la madre de Ricardo, que no recibió la carta que le informó del fallecimiento de su hijo hasta 16 años después, cuando ya había perdido la visión.

Las vidas de los prisioneros retratados en el trabajo guardan muchos paralelismos, aunque cada una encierra un drama indivisible. La mayoría de exiliados españoles eran combatientes de la Guerra que, en su huida de la represión franquista, quedaron cercados y desamparados en los campos de refugiados franceses, donde no obtuvieron ninguna ayuda de las autoridades. Una vez las tropas nazis invadieron buena parte del país galo, la detención de los huidos fue cuestión de tiempo.

Las dos caras de la moneda

Bautista Navarró, de Castelló de Rugat, pasó 416 días bajo el régimen del horror y murió a los 25 años en Mauthausen por una broncopneumonía. Gonzálo Ureña, de Ontinyent, resistió 121 días, pero no superó el durísimo invierno austríaco de 1940. Era un superviviente de a la batalla del Ebro. Hasta 1980 no se determinó oficialmente su muerte a través de un auto judicial. Josefa, la madre de Eduardo Pérez (Anna, 1914) , recibió una carta informativa de Francia en 1950: su hijo había sido gaseado en la cámara de Hartheim el 12 de octubre de 1942.Vicente Sais, militante de la CNT de Ontinyent, entró en Mauthausen acusado del delito de ser emigrante y pronto fue trasladado al mortífero kommando de Gusen. Murió tras 471 días de infierno por problemas en el aparato gástrico. Su padre perdió a la vida a los 61 años sin saber nada de su hijo.

No todas las historias tienen un desenlace fatal, pero los prisioneros que lograron sobrevivir tuvieron que aprender a pasar página con el trauma a cuestas. Miguel Belda, de Aielo de Malferit, aguantó más de 50 meses hasta que el campo fue liberado. Una vez fuera de Mathausen, se casó, tuvo cinco hijos y se estableció en Francia, donde trabajó en un taller mecánico. Son las mil caras del drama que retrata La Derrota Perpètua.