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Opinión

Banderas

son las banderas un tema delicado por excelencia, porque toca vísceras y levanta pasiones a veces poco racionales. Hay quien moriría por una bandera y quien no entiende dónde está el consuelo de ser enterrado con ella. Pero siempre las opiniones divergentes deberían merecer respeto, aunque no sean compartidas. A menos que amenacen la integridad ajena o no respeten las reglas de convivencia en cuyo caso, en legítima defensa, no cabe más que combatirlas con todos los medios a nuestro alcance. Banderas. Telas que ondean al viento y lanzan un aireado mensaje en pro de ideologías, marcando preferencias o recordando efemérides. En sí mismas, no tienen ningún valor. Todo depende de lo que representen. Y también de quien las enarbole, de sus propósitos, del fin perseguido. Porque es fácil pillar banderas ajenas y esconderse tras ellas para cometer maldades. O falsificarlas adornándolas con mensajes engañosos. O directamente inventarlas abusando de la credibilidad e ignorancia ajenas. No olvidar que cuelgan de un palo que, en ocasiones, puede alcanzar un enorme y doloroso protagonismo.

Hay banderas caducadas, casi podridas, a pesar de que quienes las defienden se empeñan en resucitarlas pese a que cada vez huelan más a muerto; muerto y enterrado, y próximamente vuelto a enterrar. Que pugnan y repugnan. Banderas que representan nostalgias criminales, llenas de odio y rencor; que hieren la vista e insultan la memoria de la historia. Esa historia que no admite cómodas adaptaciones a la medida de los propios intereses, porque la realidad no admite discusiones y no hay verdad más verdadera que la que afirma que el tiempo pone a cada cual en el lugar que merece. Aunque a veces haya tardado demasiado.

Las hay también excluyentes, impositivas, soberbias, que exigen total acatamiento so pena de condena de ostracismo, ese castigo que niega el saludo, el pan y la sal a quienes no se alinean tras ella. Quizás porque han conocido el infierno de la prohibición y el castigo, a veces se llegan a considerar divinas y libres del juicio ajeno confundiendo el respeto que, sin duda, merecen con el blindaje ante críticas o cuestionamientos. Exigen lealtades incondicionales y complicidades indiscutibles para escapar de la crucifixión que espera a quien no grite su mensaje lo suficientemente alto y claro.

Otras tienen vocación de sábana más que de bandera y con su descomunal tamaño pretenden enterrar la verdad que no les conviene. Como también las hay tímidas, valerosas, fruto de íntimas emociones o convicciones personales que no desafían a nadie, ni pretenden convencer sino sólo expresar un principio, una querencia, un sentimiento que no se quiere esconder pero tampoco hay necesidad de exhibir. Que son sólidas y sentidas y no necesitan escenarios gigantes, ni himnos patrióticos pero concitan la fuerza del ser humano que lucha por lo que cree.

Las mejores banderas

Hay banderas que no existen y deberían. Y quizás sean las que más valgan la pena. Porque son las que unen a quienes creen en la solidaridad, la igualdad y la libertad y la democracia. Grandes palabras que no se pronuncian sino que se practican. Banderas que no tienen „ni falta que les hace„ aquellos que acogen con generosidad, educan en solidaridad, trabajan por la dignidad, viven en libertad.

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