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EL MÁS INDECENTE

Abogar por el trabajo indecente provocaría, sin duda, una reacción espectacular. Seguro que no cosecharía demasiados aplausos, aunque sinceramente, y visto lo que anda por ahí, hay que presuponer que algunos que sólo escupen odio e ignorancia igual comprarían el discurso porque la insolencia y el cinismo suelen ir de la mano. Pero dando por hecho que todavía no nos hemos vuelto locos del todo, hay que pensar que cuando el pasado lunes, todo el mundo, literalmente, clamó por el trabajo decente es porque existe la convicción general de que el trabajo es un derecho que debe darse en condiciones de libertad, equidad, seguridad y dignidad humana. Lo que no sucede en general si se piensa en las personas que han fabricado algunas de los productos que usamos a diario, desde la ropa a los móviles.

España es el tercer país después de Rumania y Grecia, "campeón" en lo que se llama pobreza laboral, es decir, trabajo con salarios insostenibles y condiciones de esclavitud. No hay más que recordar a la persona que limpia la escalera de nuestro edificio o nos trae la pizza a casa. Una de cada diez personas que trabajan en España es pobre; da igual las horas que eche en el curro, contamos con el mayor número de jóvenes angustiados por un futuro incierto, mientras que los períodos en paro se prolongan y predominan los contratos temporales que nadie desea. Es una fotografía claramente indecente que desaparecerá cuando ciertas reformas laborales vayan al cubo de la basura y haya garantías legales que impidan los abusos y la explotación.

Por otra parte, acostumbramos a vincular el trabajo al empleo remunerado. Ese que conlleva una retribución aunque sea insuficiente y se reconoce, aunque no siempre, como aportación a la sociedad. Pero hay un trabajo/empleo que aunque supone una aportación imprescindible, no cuenta con ninguna de esas características: el relacionado con el cuidado de las personas. Una faena inacabable porque cualquiera en algún momento de su vida ha necesitado ser primorosamente atendido para sobrevivir. Y, de ir las cosas medianamente bien, volverá a necesitar esa atención al final de su vida Ese trabajo, desempeñado mayoritariamente por mujeres, es una faena que no tiene precio, no se paga, de hecho, en la mayoría de los casos y cuando se retribuye, se hace muy por debajo de su valor real. Solo en España, la OIT destaca que se emplearon 130 millones de horas diarias a lo largo de 2018 en la atención a los siete millones de menores de 15 años y tres millones de ancianos. Una cifra que equivale a 16 millones de personas, trabajando ocho horas al día, con alegría y sin cobrar.

Un ejemplo, Xàtiva. Sin embargo, la inversión pública para atender estas necesidades suele ser sacrificada ante otras urgencias como por ejemplo sucede en Xàtiva, donde se subordina la inversión en una escuela pública infantil frente a otras inversiones. El mundo se detiene si las mujeres paran, cantamos a coro, pero sigue sin existir un reconocimiento laboral de las tareas de cuidado como si no conllevaran sacrificio y especialización. Y la modernidad no implica la comprensión de que las mujeres no poseen en exclusiva la capacidad y la obligación de atender las necesidades de terceros. En todo caso, alguien tiene que cuidar a las criaturas y atender a las personas dependientes pero no está escrito que sean las mujeres, sin salario, sin horario, sin derechos. Se podría considerar uno de los trabajos más indecentes y debería requerir, no un día de condena al año, sino la exigencia permanente de un sistema económico capaz de anteponer a las personas ante cualquier otro interés.

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