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Vivir con calidad de vida

La calidad de vida supongo que consiste en sentirte feliz contigo mismo. En tener un espacio con vistas al mar o la montaña; el haberte empeñado para el resto de tus días en alguna cosilla que te levante la moral; en escribir el poema más hermoso del mundo antes de que se destroce la cabeza del todo Joaquín Sabina y te la pille ; escuchar a Lluís Llach proclamando que «som aquí tossudament alçats»; en contemplar la penúltima puesta de sol y el primer amanecer de la primavera, y degustar lo que te venga a la boca, sin olvidar los manjares de la carne y el sexo, antes de que lo prohíba la santa madre iglesia. Que de todo hay en la viña de señor. Ah, y amor, mucho amor, del bueno. Del que no caduca.

Pero aparte de estas consideraciones, algunas frívolas, de elementos básicos y megabásicos que haría feliz a cualquiera de los mortales, existen otros elementos que sirven para al menos tener la mínima calidad de vida.

De reciente visita a España, Philip Alston, relator de la ONU, nos hizo desayunar con la preciosa reflexión. «He visitado lugares que sospecho que muchos españoles no reconocerían como parte de su país. Barrios pobres con condiciones mucho peores que un campamento de refugiados», dijo. Era parte de las conclusiones preliminares de su investigación sobre la pobreza en España, para la que ha visitado seis comunidades autónomas en doce días, y continuaba diciendo con la puntilla en la mano para ver si de una vez por todas somos capaces de reaccionar respecto a como viven los jornaleros que la derecha más rancia y fascista quiere expulsar del país: «Lo hacen en chabolas, básicamente. Como un pequeño pueblo que crece con tiendas de campaña hechas del plástico que se usa para cubrir las fresas. Tenían dos o tres colchones para que la gente durmiera. Sin electricidad ni agua. Tenían que viajar kilómetros para conseguirla. Para los retretes tenían un solo lugar donde cuatro personas podían ponerse de cuclillas al mismo tiempo. Sin privacidad, por supuesto. Para ducharse, calentaban el agua en el fuego y luego se la echaban encima».

¿Y ante todo esto qué hacemos? ¿Nos tiramos de los pelos? ¿Salimos a la calle y nos quedamos en ella hasta que haya un reparto equitativo de la riqueza y de los derechos más elementales? ¿Condenamos sin peros y enérgicamente a quienes predican la españolidad más nefasta y fascista basándose en el trapo amarillo y gualda de una bandera que no les corresponde pero de la cual se han apropiado? ¿Copiamos a Feliu Ventura y nos atrevemos a «una dansa germinal, que trenque els llits i les parets, que escampe com un crit, aquesta música»? ¿O tal vez seguimos con la indiferencia de que nuestra calidad de vida es la nuestra y cerramos los ojos ante aquellas mujeres y hombres que tenemos a nuestro lado, que sufren por una vida injusta y nos acompañan en silencio? ¿Hay respuestas?

Verdugos. Un país libre y democrático no puede permitirse estos interrogantes a menos que seamos cómplices de estas barbaridades y estas acciones que nos convierten en verdugos de las víctimas que viven así. Violar los derechos humanos es violar la vida. Todos deberíamos compartir la misma tierra y tal vez aun estemos a tiempo de lanzar una sonrisa a la esperanza y seamos capaces de «desalambrar» que nos decía Víctor Jara. Y ya no se trata de nostalgias sino de presente y de futuro. Todos somos culpables de estas diferencias y por eso hay que decir basta a las barbaridades de «pines parentales» y locuras parecidas. ¡Ah!, y además, después de 81 años, ni olvido ni perdón para quienes llevaron a cabo la masacre de la estación de Xàtiva. Que paguen los culpables y que se condenen con todo el peso de la ley estas atrocidades que todavía permanecen vivas en el recuerdo. Eso también fue un atentado contra la humanidad en general,y aquí mismo.

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