Ponerse ante la pantalla del ordenador y escribir algo que no esté relacionado con el bicho de la covid-19 es bastante complicado. Después de 17 días confinado entre cuatro paredes oyendo estupideces televisivas, noticias inventadas y falsas, llamadas modernamente fake news, programas que se repiten hasta la saciedad, incluso haciendo el gran esfuerzo de tragar con alguna perlita en dulce que nos ofrece À Punt como conexiones en directo para preguntar a la señora Virtudes como lo está pasando sin salir de casa, aunque en esos momentos se la vea con una barra de pan cruzando el pueblo, no tiene precio. Igual que nos adelanten la próxima temporada de Cantant al Cotxe de mi amiga Carme Juan, son noticias impagables, como lo son escuchar a algunos impresentables hablar de haber llegado tarde a las medidas de protección o a la Mary Tonti madrileña buscando los aviones que se le han perdido viniendo de China por algún camino de esos que hay desde allí. O al campeón del mundo de lanzamiento de huesos de aceituna hablando de nada sencillamente porque de nada sabe hablar. O a los que provocan insinuando que hay demasiados viejos en este país o alguna demente que salió de nuevo del túnel de las tinieblas a la que se le pasa por el tiesto decir que un golpe de estado tal vez sería necesario.

No saben cuanto se agradece el silencio y un mínimo —sólo un mínimo— de sensatez en los tiempos que corren.

En fin, es lo que tiene el estar encerrado pasando el tiempo y esperando que lleguen las ocho para enrojecerse las manos aplaudiendo a los héroes anónimos, que esos si que tienen valor y mérito. Lo demás, basurilla como las que nos mete en el cuerpo la covid-19.

Y cerca de nosotros, vecinos de todos, aquellos que viven en el núcleo histórico de Xàtiva, que de histórico ahora solo tiene el nombre, porque el apellido es abandono y dejadez. Hemos escrito más de una vez sobre la sensación de soledad en unas calles que huelen a pasado, que fueron presente pero que no contemplan el futuro. Calles que marcaron la esencia y fueron la raíz maravillosa de un tiempo que se marchó en silencio. Calles mojadas por las fuentes ahora secas de la miseria, donde solo unos valientes aguantan para poder seguir viviendo en aquello que es nuestro y de alguna forma pretende seguir siéndolo. Valientes que también decidieron hacer suyo este núcleo pero que no han conseguido que los mayores, los viejos, los que nunca abandonarán aquello que les pertenece, salgan de este confinamiento obligatorio. Ese es su mundo y aunque no sea el nuestro, deberíamos cuidarlo, protegerlo y habitarlo. Hagamos un círculo y marquemos todas las calles que quedan dentro. Desde la Seo hacía arriba. ¿Dónde van a comprar y adquirir los alimentos de primera necesidad aquellos de Sant Josep, Carneros, Sant Joaquim, Ardiaca, Sant Cristòfol, Collar de la Coloma…etcétera?. Desaparecieron todos aquellos lugares que eran el pan y la sal de la subsistencia: casa Petxina, el Moliner, Pepeta, Forn de Cayetano, la Bodega, la Lecheria… y el queso fresco, la venta de naranjas en los cajones y las castañas en bolsas de rejilla.

Allí el confinamiento se vuelve en ocasiones voluntario y nadie impone la ley del encierro. No hay problema de que se salga a la calle cualquier día de estos donde la primavera anuncia ese sol calentito que nos intenta abrazar y en pocas palabras anuncia que «todo saldrá bien». Se salga a la calle para sentarse en el escalón de la puerta y ver pasar a sus vecinos de siempre «estirando las piernas». Ellos están allí, en un mundo real donde no hay luces de neón, ni sirenas de policía, ni entidades bancarias que tienen abierto el cajero. Ni un pobre supermercado de barrio que alivie las pequeñas penurias.

Pero hay vida, mucha vida para ofrecernos un espacio que es de todos. Es nuestra historia, nuestro pasado, presente y puede ser nuestro futuro.