Estamos viviendo una situación dolorosa y llena de incertidumbres, difícil de asumir en toda su integridad, que, como en los duelos, implica atravesar diversas fases, aunque con alguna diferencia esencial.

Hubo un primer momento de negación de mayor o menor duración según el índice de tozudez de cada cual. Parecía imposible, era una pesadilla, una inmensa broma, un delirio grandilocuente para tomar el pelo a todo un país. Con todo, la inmensa mayoría asumió disciplinadamente los costes del confinamiento derivado del Estado de Alarma aunque, en algunos casos, superar la fase del descreimiento fue especialmente duro. Hubo quienes ofrecieron brutales resistencias hasta que la realidad se impuso con toda rotundidad. Entonces, los últimos recelosos, los más displicentes se vieron obligados a abandonar esa cómoda actitud de elegante escepticismo para hacer, en algunos casos, un rápido y sorprendente viaje al otro extremo, al de los que ya habían captado la magnitud del problema mucho antes que cualquiera. Y por eso de ser abanderados del escepticismo y ridiculizar las primeras medidas, acusando de catastrofistas cobardicas a quienes las proponían, pasaron a ser pontífices del desastre, almas en pena predicando los mayores infortunios como bien habían predicho ellos desde siempre. Sería divertido observar su vaivén si no fuera porque en ambos puntos del péndulo, su actitud solo ha servido para cavar más hondo el agujero, para echar más tierra en los ojos de quienes los tenían bien abiertos, absolutamente necesitados de encontrar un camino que ofreciera esperanza.

Avanzando las semanas fue fácil sentir la ira, la indignación, las ganas de pelea que se veían enormemente frustradas por la falta de enemigo. Porque el virus que nos amenaza es omnipresente, pero el maldito no da la cara hasta que ya es demasiado tarde. Y eso alentaba, y mucho, esa furia interior que necesitaba alguien a quien tumbar para no asfixiarse en la propia rabia. No todas las furias son iguales porque a las de origen espontáneo se unen otras, fríamente fomentadas por gusanos sociales de negro corazón que sólo pretenden dinamitar los puentes para conseguir el propio beneficio, aún a costa de un desastre fenomenal.

Tras la cólera que agota y es estéril, se intenta negociar. Pero hay poco que negociar en esta situación. Este enemigo no hace prisioneros, ni ofrece tregua. Aquí no caben soluciones individuales, ni tratos de favor. Aunque no todos sean igual de vulnerables y frágiles, se necesita un compromiso universal para hacer triunfar a la vida sobre la muerte. Y por eso la negociación es no sólo es imposible, sino inútil.

Y entonces llega la depresión, la tristeza que paraliza, la nostalgia de lo que teníamos y no dábamos valor. Recordar a quienes éramos ayer es constatar la infravaloración de todo aquello que constituía nuestra vida y que entonces nos parecía, en muchos casos, insuficiente. Anticipar el futuro es desalentador porque todas las señales indican que va a ser mucho más complejo y dificultoso de lo que somos capaces de imaginar.

Alcanzamos entonces la fase de la aceptación que incorpora una diferencia esencial. Porque ante la muerte de los seres queridos no hay más herramienta que el recuerdo. Pero al final de este duelo motivado por la desaparición de una forma de vivir y convivir, la pérdida no es irreparable, aunque sí lo sean las miles de vidas truncadas. Cuando aterricemos en esa realidad difícil y arriesgada que nos espera, tenemos la posibilidad, solo la posibilidad, de reaccionar como nunca hemos sabido hacer hasta ahora, sacando lo mejor que cada persona lleva dentro para construir un presente diferente y prometedor, libre de todo tipo de virus tóxicos, los microscópicos y los bien visibles.