Este año se presenta un Primero de Mayo obligatoriamente imaginativo y virtual protagonizado por toda esa gente que trabaja para vivir o vive para trabajar. Y que por ello, agradecería poder hacerlo en las mejores condiciones. Es un Primero de Mayo raro, pero más necesario que nunca porque si alguien ha sido protagonista de la experiencia colectiva que estamos viviendo ha sido la gente trabajadora y si alguien merece esas medallas que algunos tanto ansían aunque no sirven para nada, es la gente currante que se gana el pan con el sudor de su frente, un día sí y otro también. Esa gente que conforma una mayoría más silenciosa de lo que debiera y que a base de pico y pala, aunque sea en sentido figurado, saca adelante un país que no tiene riqueza mayor que su inagotable capacidad de trabajo y esfuerzo.
Los sindicatos que son por definición el espacio en donde se asocian los trabajadores y trabajadoras con el objetivo de defender sus derechos políticos, sociales y laborales convocan en esta fecha manifestaciones donde las organizaciones sindicales se hacen presentes para demostrar quienes son y dónde están. Pero quizás, ante las sonrisas sardónicas que se puedan haber producido al hacer mención a los sindicatos, sería conveniente alguna reflexión previa.
Los sindicatos como organizaciones que defienden los derechos de los trabajadores y trabajadoras existen en España desde 1840. Existen en el Estado español más de 50 organizaciones sindicales, siendo las que obtienen mayor representación CC OO y UGT. Conquistaron derechos y contribuyeron al levantamiento del Estado de bienestar cuando eran tiempos de fábricas, minas, astilleros y grandes empresas donde el roce hacía el cariño y la solidaridad y los currantes se organizaban con facilidad y poderío. Ahora no viven su mejor momento aunque Comisiones Obreras, la organización no gubernamental con mayor afiliación de todas las existentes, cuenta con más de un millón de personas afiliadas. Pero el auge de las pequeñas y medianas empresas o la aparición de nuevos modelos productivos se lo ha puesto difícil, sin mencionar la precariedad laboral que es terreno abonado para la resignación y el miedo. A ello se suman decisiones a veces equivocadas y el desprestigio sufrido por casos puntuales de corrupción aunque sea injusto que las manzanas podridas contaminen la credibilidad y prestigio de toda una organización.
Con todo, cuando vienen mal dadas, cuando en las empresas se imponen condiciones que pisotean alegremente derechos laborales, cuando se ofrecen salarios de miseria al modo de las lentejas, cuando se estafa con las horas extras o los horarios, cuando, en resumen, se oyen los truenos, es cuando se recuerda a Santa Bárbara, es decir a los sindicatos. Porque constituyen la última barrera de protección ante abusos, el batallón de caballería que podrá impedir que el capitalismo en su expresión más feroz les robe hasta la cabellera. Quizás de ahí vienen tantas molestias para desacreditarlos y neutralizar su faena reivindicativa que tan incómoda puede resultar a veces.
Ahora resulta pasado de moda recordar que fue la lucha de los sindicatos la que consiguió la jornada de ocho horas, o la prohibición del trabajo de niños y mujeres en jornadas interminables de hasta 14 horas. Pero está a la vuelta de la esquina la necesidad imperiosa de evitar que en Madrid despachen, entre aplausos y poco más, a más de 10.000 sanitarios como pretende la Comunidad de Madrid o impedir que 2.000 trabajadores de Ferrovial se queden en la calle a las bravas como pretendía la empresa.
Se avecina una tormenta casi perfecta en materia económica que se va a llevar por delante el empleo y va a traer sufrimiento y miseria a gran parte del personal que, sin embargo, todavía está a tiempo de acordarse de Santa Bárbara y no precisamente para ponerse a rezar.