Nos tenemos que hacer amigas. Será sin duda una amistad interesada, pero de esas hay muchas que se mantienen a lo largo de los años porque la necesidad es mutua y el servicio prestado tiene carácter esencial. Y eso que ellas no son, en absoluto, agradables. Más bien son molestas, impertinentes, e incómodas. Además, nos uniforman y nos hacen irreconocibles aunque muchos invierten en diseño y colorido para maquearlas y personalizarlas como si fueran a ser un rasgo distintivo de nuestra personalidad. Un interés que se puede considerar exagerado y fuera de lugar, pero que responde a la íntima convicción, que se va instalando en el sentir general, de que no vamos a poder prescindir en mucho tiempo de estas amigas. Son las mascarillas.

Cuando veíamos uniformados con ellas a los japoneses, mucho antes de la aparición de la covid-19, nos parecía algo exótico y lejano a nuestras prioridades. Y aunque nos contaban que era una forma de autoprotección, a la vez que de respeto ante quienes se compartía espacio físico, todo nos parecía una especie de monserga paranoica propia de quien desarrolla un temor exagerado a virus y bacterias.

Cuando de forma más reciente, veíamos a millones de chinos con ellas, como defensa colectiva ante una enfermedad que parecía causada por uno de esos virus, nos parecía que no podía ser una amenaza real para la Europa desarrollada y soberbia que habitamos.

Pero en este mundo globalizado y deslocalizado, del que a veces nos sentimos inexplicablemente orgullosos, también las enfermedades corren una barbaridad y llegan en cuestión de días a la otra parte del mundo dejando en evidencia que no hay país, ni continente, por rico que sea que disfrute de inmunidad y pueda creerse invulnerable.

Para la contención de la pandemia, se ha de recurrir a las modestas mascarillas. Un objeto humilde y de escaso prestigio cuyo uso generalizado se produjo a principios del siglo XX, con la llegada de la mal llamada gripe española. Al principio de la crisis fue tesoro más valorado que el petróleo porque ser rico, pero difunto, no es negocio interesante. Con todo, a su costa algunos intentaron sacar dividendos, disparando su precio aún a costa de enviar a primera línea de cuidados y contagios a gente con escasas defensas y utilizándolas como arma política en una confrontación irresponsable que nunca hubiera debido existir.

Ahora reglamentado su precio, garantizada su disponibilidad, se imponen normas de uso, derivadas del consejo científico que se enfrentan a dos graves problemas. El primero porque en este país, todo el mundo lleva dentro un científico frustrado que le capacita para enjuiciar y discutir decisiones de expertos en función de preferencias personales. Y de ahí multitud de «adaptaciones» personalísimas y a veces algo peregrinas, tipo Trump, que solo confunden y ponen en peligro los avances conseguidos. Por otra parte, como ha quedado demostrado, de este agujero se sale trabajando en equipo, sin excepciones. Lo que no hace recomendable la picaresca de la transgresión, las trampas a propios y ajenos, para poder prescindir de las mascarillas por diversas y variadas razones, mejor o peor argumentadas, pero insuficientes para justificar que uno respire bien a costa, quizás, de llevarse por delante a gran parte del personal con el que se cruce, a veces gente a quien tenemos en gran estima. Solo la posibilidad, debería ser disuasoria.

Así que, por la cuenta que nos trae, cultivemos la amistad con nuestras amigas, las mascarillas. Nos pueden salvar la vida a nosotros y a quienes queremos. Llevarlas es agobiante, incómodo, nos conviertes en seres torpes y desmañados. Pero si se piensa en la alternativa, en el sonido de un respirador, por ejemplo, la decisión es fácil.