Con una entereza fuera de lo común, el periodista Josep Antoni Mollà organizó su despedida. Tal vez no esperaba morir tan pronto. Pero sabía que era cuestión de una semana o dos más, como mucho. Aquejado desde hace años de una enfermedad degenerativa que menguó progresivamente sus movimientos hasta dejarle muy mermado, arrastraba también una leucemia. Y poco antes de la pandemia, su corazón fue golpeado con un infarto. Otros estarían en su casa, postrados y sin dar un paso. Pero el histórico columnista de Levante-EMV no paraba. Su dificultad para mantenerse incluso erguido en la silla de ruedas no le arredraba. Comió todavía el miércoles en el restaurante el Tinell de Calabuig, en Ontinyent. Lo hizo con su amigo Lluís Muñoz, al que le encargó la banda sonora de su funeral. Su pareja, Romi, le trajo el viernes su ejemplar impreso de este diario, que aún leyó. Terminó Tots els camins, de Joan Francesc Mira. Y quedó con una periodista amiga para el sábado. A esto último ya no llegaría. Con la medicación retirada para tener un final rápido, ese mismo viernes por la tarde comenzó a empeorar. Moría sobre las doce de la noche. Tenía 67 años.

Cientos de personas acudieron el sábado al tanatorio de la capital de la Vall d'Albaida a despedirle. Enemigo declarado de los fastos religiosos, preparó junto a Muñoz un adiós musical y laico. Míriam, Mimí, Albero a la voz; Camilo González a la guitarra y Víctor Fernández, al contrabajo, interpretaron New York, New York, de Sinatra; A quién le importa, de Alaska, Paraules d'amor, de Serrat; Goodnight moon, de Shivaree, y Ojos negros, del grupo ontinyentino Limbotheque. Iolanda Ibarra, Ximo Urenya (a través de su esposa), Ino Muñoz y Lluís Muñoz pusieron las palabras, así como su hermano, el escultor y promotor de actividades culturales Salvador Mollà. El domingo por la mañana sus restos fueron llevados al cementerio.

Con Mollà desaparece un periodista irrepetible. A través de 3.000 artículos de todo tipo, pero en especial columnas de opinión, la edición de la Costera, la Canal y la Vall d'Albaida de este diario se nutrió de su portentoso talento comunicador. Talento puesto al servicio de unos escritos implacables con los miserables de la política que quieren dar gato por liebre. A él no le engañaban. Vilipendiado por la derecha cuando azotaba a los gobiernos corruptos del PP, la izquierda estaba perpleja cuando su visión crítica tampoco perdonaba a ese bando. Con un hito en el periodismo comarcal como fue escribir dos columnas semanales de actualidad durante casi treinta años, de 1991 hasta el pasado día 15 ( El Mirador del Benicadell y La Noticia Semanal), Mollà también cultivó la crítica musical en este periódico, así como las entrevistas y las crónicas culturales.

Excepcional conocedor de la Vall

En el contenido de sus columnas hubo ciertas constantes: su fervorosa defensa del comarcalismo, su apuesta desinteresada para que cristalizara la distribución territorial de las llamadas comarcas centrales o sus certeros análisis de la gestión de residuos y las infraestructuras de la Vall d'Albaida. Defendía a ultranza la cultura, y era fan de la vitalidad que la comarca tenía al respecto: el IEVA, el concurso de literatura erótica, la Mostra de Titelles... Por no hablar de su incisivo análisis de la gestión municipal ontinyentina. La ejerciera quien fuera y bajo las siglas que fueran. Además de sus escritos en Levante-EMV, que se remontan a los años 80 como corresponsal, antes de que existiera esta edición comarcal, Mollà fue protagonista indiscutible de otro hito: la revista Crònica. La hemeroteca da fe de la sólida trayectoria periodística de un medio comarcal con hechuras de publicación muy superior.

Tener la enfermedad que tenía y atarse a una silla de ruedas no le impidió durante los últimos años conducir su automóvil y acudir a conciertos o a citas culturales donde se le consideraba imprescindible. Papel fundamental en gran parte de ello fue el desempeñado, cada vez más, por Romi, su pareja. Se conocieron hace once años, en una serie de estancias intermitentes de Mollà en Santiago de los Caballeros (República Dominicana) en las que impartía charlas sobre cultura española. Regresaron a Ontinyent y ella se convirtió en su inseparable ayuda. Tenía dos hijas, Marina, de 35 años, y Claudia, de 25, fruto de un matrimonio anterior. La mayor vive en Abu Dabi, y voló hasta España para poder verle con vida. No lo logró por apenas unas horas.