No debe ser fácil trasladar el original programa de radio de Juan Carlos Ortega en la SER a un escenario teatral y mantener la atención del espectador (que no oyente). Pero el locutor y humorista barcelonés sale airoso del envite. Durante una hora y media, el público que acudió el viernes al Echegaray se lo pasó en grande. Unos más que otros: un grupo de tres o cuatro espectadores se tronchaba de risa; risa de la de llorar, de la de dolor de cara y barriga; risa que contagiaron a gran parte de la platea, que ya estaba animada sin ellos.

La fórmula es sencilla. Ortega es el conductor de un programa que recibe llamadas de los oyentes. Son voces del propio actor, grabadas. Y ahí radica gran parte del mérito de esta función ya que el locutor (éste sí, en directo) interactúa con las voces en unas conversaciones en las que cuadran a la perfección réplicas y contrarréplicas y que, lógicamente, han de ser muy medidas porque la voz grabada no se para; no baja la velocidad ni acelera en función del ritmo del locutor.

Pero una sucesión de llamadas sería un espectáculo cansino. Y el acierto de Ortega es intercalar entre cada una de estas llamadas un falso descanso del locutor durante el cual se dirige a los espectadores de manera llana y cómplice. Y les ofrece piezas a parte como su documental de animales sobre cocodrilos visto desde dos puntos de vista ideológicos distintos (la Sexta y 13 TV), la lectura colectiva del famoso poema de Miguel Hernández dedicado a Ramón Sijé reconvertido luego en un boletín de noticias o el hilarante documental sobre la primera vez que un radiofonista dio paso a una oyente a través del teléfono, cumbre de esta función impredecible y gamberra.

El planteamiento de Ortega ya se sabe: sus oyentes hablan y plantean una situación en principio convencional; llega la sarta de tópicos y lugares comunes con registros cómicos pero sin pasarse que convierten el diálogo en un Hablar por hablar casi hiperrealista. Hasta que la intervención da un giro y el personaje suelta una descomunal parida que, incluso siendo tan disparatada, tiene visos de credibilidad: el señor casado que no recuerda el nombre de su esposa, ya que lleva décadas dirigiéndose a ella como «oye» o el traductor de las obras completas de Cervantes al chino, que olvidó incluir entre ellas el Quijote («ya sabía yo que me dejaba alguna... ¡Me cagüen mi vida!»). Las cuñas de la falsa publicidad de la falsa emisora que dan entrada a otro bloque de llamadas son por sí solas gloriosas.

Hubo otro mérito de Ortega —sencillo pero efectivo— para conquistar al espectador: hacer creer que había elegido esta plaza como primera de sus funciones tras el parón de más de medio año por la pandemia (cosa que era verdad; se trataba de su reentré) por el compromiso adquirido con una antigua novia suya de Ontinyent. Los detalles al respecto, tan reales, pero tan sutiles, sin cargar tintas, seguro que hicieron dudar a más de uno sobre la veracidad de ese primer noviazgo. Grande Ortega.