Cultura rima con sepultura pero en realidad es promesa de vida y de futuro. Para algunos es un lujo en tiempos de escasez, un privilegio de ricos, un derroche en tiempos de insolvencia. Cultura dice el diccionario, mucho más descriptivo y concreto, es el conjunto de conocimientos, ideas, tradiciones y costumbres que caracterizan a un pueblo, a una clase social, a una época… Es lo que nos permite sentir que formamos parte de un todo, de un antes y un después.

Es cultura lo que se mama en los libros, lo que fascina en el cine, lo que se respira en los recitales de música o en los museos. Es cultura la gastronomía, la lengua o la radio. Son cultura los Carnavales, las Fallas, la peregrinación del Rocío o las Fiestas de Pilar. Es cultura el castillo de Xàtiva, faltaría más, pero también el graffiti pintado en un muro. Es, en realidad, un concepto de tal envergadura que somos incapaces de aprehenderlo y por eso, a algunos les parece posible encogerse de hombros y, en los duros tiempos que corren, condenar a la cultura de un país al olvido y a la muerte.

Quienes todo lo monetarizan y sólo dan valor a aquello que genera beneficios, deberían atender a una cifra reveladora: la cultura representa el 3.2 % del PIB español y es una industria que en todo el mundo da de comer a 30 millones de personas según la UNESCO. Sus ingresos superan incluso a los de la industria de telecomunicaciones a nivel global. Hagan sus operaciones y calculen las inmensas pérdidas que conllevaría su desaparición o simplemente su letargo.

Pero es que además, en nuestro país, da trabajo a más de 700.000 personas, de las cuales hoy sólo el 12 % están en activo. Y trabajar en el mundo de la cultura tiene poco que ver con el creador romántico que bulle de inspiración y vive del aire. O con el artista superfamoso y superforrado, ajeno a cualquier preocupación relativa a su subsistencia diaria. Muy al contrario, la inmensa mayoría de personas que trabajan en el sector, desde taquilleras de los cines, hasta guías turísticos, pasando por músicos en las orquestas, artistas falleros o quienes limpian los teatros, son clase trabajadora pura y dura; gente que vive de su salario, paga sus impuestos y necesita trabajar todos los días para vivir dignamente.

Por todo ello defender la cultura en tiempos de pandemia no es una batalla quijotesca, carente de sentido, improcedente, susceptible de ser relegada en función de prioridades mal entendidas. Es urgente, es vital, es esencial que la sociedad recupere su pulso cultural, para saber quien es, los valores que le permiten seguir adelante y los grandes errores que no se deben volver a repetir. Para percibir la diversidad, para forjar ese juicio crítico que nos libra de la grosera manipulación .

La cultura es también, en estos tiempos de aislamiento e individualidad una forma de encontrarnos, una vacuna contra la soledad social, contra el miedo, un esperanzador mensaje de recuperación. Por ello hay que celebrar que en ciudades como la nuestra, poco a poco, siempre con todas las garantías, se abran espacios y se gestionen eventos culturales de todo tipo. Funciones en el Gran Teatre, recitales, conciertos. Visitas culturales, citas literarias... Todo va construyendo esa normalidad anormal en la que nos movemos, por mucho que se empeñen en lo contrario. La cultura tiene un precio que hay que pagar sin remilgos porque la incultura sale muy cara y puede llegar a doler. Y de eso tenemos ejemplos, pasados y presentes, para aburrir. Vacunemos el futuro.