Necesitamos un año nuevo con toda urgencia. Nos hace más falta que la baba al caracol o un buen abogado al emérito. De alguna forma, parece que hay quien confía en que al sonar las campanadas todo va a quedar atrás y vamos a traspasar una mágica línea que nos colocará en un paisaje nuevo y prometedor, libre de mascarillas y de gel hidroalcohólico. Y eso tampoco va a pasar.

Lo cierto es que nos morimos por despedir el 2020, por darle carpetazo, por olvidarlo como si nunca hubiera existido. La tendencia es sepultarlo con la mayor rapidez y eficacia en el hoyo de las cosas que nos hicieron daño y que no queremos recordar. Y, con las prisas, no advertimos que eliminar todo lo sucedido en los últimos 365 días de nuestra memoria histórica sería un grave error. No se puede olvidar a la gente mayor que falleció afrontando la despedida desde la soledad más absoluta. O a las mujeres y hombres, llenos de proyectos y de vida por vivir, que la perdieron ante un virus que desafió nuestra soberbia y se aprovechó de nuestra ignorancia. Borrarlos de nuestra memoria es inaceptable.

Tampoco merecen ser obviadas las personas que demostraron una profesionalidad, una generosidad y un coraje incuestionable atendiendo sus responsabilidades, ya fueran grandes o modestas. Arrebatar el protagonismo histórico que se ganaron a pulso no sólo el personal sanitario, sino las limpiadoras, cajeras o transportistas sería una grave injusticia que no podemos permitir.

No sería inteligente despreciar a quienes de forma anónima y altruista, manifestaron una solidaridad totalmente ajena a la caridad, que se volcó en ayudar a quienes no podían superar en soledad, las inmensas dificultades creadas para subsistir. Funcionaron las redes, se superaron prejuicios y reticencias, y mucha gente arrimó el hombro desde la conciencia plena de que nadie podía quedar atrás. En conjunto, es cierto que ha sido un año lleno de miedos e incertidumbres, nada fácil para nuestra supervivencia y nuestra salud mental. Por eso, lo despedimos sin demasiados aspavientos. No tenemos el cuerpo para muchos fandangos; volcamos todas nuestras expectativas en el 2021. Aunque nuestra mayor ambición, sin embargo, no debería ser dar un salto mortal hacia atrás para recuperar la inestable situación de ignorante satisfacción en la que vivíamos.

Nos iría mucho mejor si el deseo universalmente compartido, además de no atragantarnos con las uvas, no fuera aumentar la cuenta bancaria, hacer el amor como conejos, ni siquiera conservar la salud propia y de los nuestros. Significaría un progreso considerable que hubiéramos aprendido que todo ello depende de nuestra capacidad de reformular nuestro sistema de vida, de redefinir nuestros hábitos y costumbres, nuestra forma de relacionarnos, para no ser vulnerables ante un diminuto y asqueroso bicho que destroza nuestra cómoda existencia, con irritante y dolorosa facilidad. Porque puede, y seguirá haciéndolo, mientras la estupidez guíe nuestras existencias y vivamos de espaldas a los demás, en una sociedad que prima lo individual sobre lo colectivo, lo privado sobre lo público, que tolera desigualdades y discriminaciones si las sufren otros. Una sociedad que ignora el grito de un planeta que estamos destruyendo con prisas y sin pausas, que se empeña en imponer vidas de miseria a quienes viven al otro lado de esas líneas imaginarias que son las fronteras. Que sacraliza la codicia y la violencia y escoge como modelos no a las personas más sabias, generosas o solidarias, sino a quienes ejercen el poder desde la coacción, el engaño o la hipocresía.