Se podría enunciar las causas concretas pero en cualquier caso, en los tiempos que corren todo el mundo tiene razones, muchas y más que justificadas, para estar disgustado, cabreado, para estar verdaderamente harto de lo que nos está pasando porque parece que nos haya mirado no un tuerto, sino el más poderoso rey de todos los tuertos de la historia de la Humanidad.
No todas las razones son iguales, pero todas son dignas de respeto por el impacto que causan. Desarbolan nuestra vida, provocando una herida permanente que no cura. Lastran el espíritu, agrian el carácter, fomentan la tristeza y nos arrebatan, en resumen, esa alegría existencial que nos hace ver la vida como algo que hay que agradecer.
Hay quien está irritado por las cosas que ahora le obligan a hacer. Porque le han impuesto obligaciones que comprometen considerablemente su zona de confort. Desde la asfixiante mascarilla hasta las colas. Desde las citas previas a tener que escuchar ese nefasto parte diario de trágicas cifras que acongoja incluso a quienes más vocación de avestruz tienen.
También abundan quienes se desesperan por lo que no pueden hacer, por tantas renuncias y cesiones. Porque no pueden tomar decisiones sobre la propia vida sin pedir permiso a nadie, ni consultar el último bando del ayuntamiento. Porque está prohibido el placer de viajar, de abrazar, hacer deporte o tomarse un bocata en una barra atiborrada. Porque no pueden salir y entrar, ir y volver a donde quieran y cuando quieran porque el virus nos ha encarcelado, rodeándonos de alambradas que no podemos ignorar, a menos que consideremos seriamente la posibilidad del sacrificio, propio y de quienes queremos ver sanos a toda costa.
Hay quien está disgustado, no por lo que le obligan a hacer, sino por lo que le hacen sentir. Muchos sienten miedo ante el futuro que no se presenta prometedor sino como un negro túnel cuyo final no se divisa. O peor aún, puede que termine en un paredón en el que nos estrellaremos sin remisión. Mucha gente que paseaba por la vida con confianza en el destino tiene ahora la sensación de ser frágil y vulnerable, habiendo aprendido a tortazos la cualidad efímera de la existencia, donde nada nunca estuvo asegurado.
Vivir con miedo a enfermar, a perder el trabajo, a no poder llenar la nevera es una forma de esclavitud porque ya no se toman decisiones en libertad sino atenazados por algo que no es prudencia, sino instinto de supervivencia, que no suele ser la mejor motivación para un grupo social.
Hoy, esta columna se escribe con indignación y nostalgia y quiere hacer un homenaje. A quienes ahí están, pero no vemos a causa de esa distancia social tan recomendable, que sin embargo como efecto colateral también nos distancia de afectos necesarios. A quienes dejan de estar en espacios importantes, personales y públicos, a causa de decisiones impuestas por la economía que no entienden ni quieren saber nada de lealtades. Desde esta ciudad de las damas, de larga vida ya, no queremos decir adiós, sino hasta luego.