Que la pandemia fuera a sacar lo mejor de nosotras mismas era una frase que quedaba bien como verso para una canción , pero despertaba serias dudas sobre su condición de deseo o realidad. Durante el confinamiento, sabíamos lo que había que hacer y además eso era lo único posible y permitido. Fuimos buenos a la fuerza. Aplaudíamos a las ocho, sacábamos al perro y no pisamos la calle. De quincena en quincena superamos un largo encierro que nos puso a prueba no solo individualmente, sino como sociedad, como país. Y estuvimos a la altura generando un paraguas de protección que no dejara desamparado a nadie.

El fin del confinamiento, la salida en tromba, empeñados en hacer borrón y cuenta nueva, causó , como sabemos bien a toro pasado, una catástrofe en lo que se refiere a reforzar la capacidad contagiosa del virus que nos pilló viviendo la vida alegremente, en la playa o el monte, desprovistos de defensas, viviendo como si no hubiera un mañana.

Muchos se han quedado sin ese mañana, engullidos por las sucesivas olas que fueron llegando. Entre los que quedan flaquea ostensiblemente la confianza en la bondad, o por lo menos, la sensatez de la Humanidad. Algo lógico ante noticias locales como las publicadas recientemente que hacen referencia a familiares que desvalijan a una persona ingresada por Covid, o a empresas timadoras que pretenden desinfectarte la casa o cacos que se ofrecen a poner vacunas a domicilio para conseguir así el acceso a las viviendas.

Contribuye también a tambalear nuestra fe en el ser humano, comprobar los comportamientos suicidas de algunas personas que, fruto de la ignorancia o de la soberbia o de ambas cosas, incumplen las normas de autoprotección generando así riesgos criminales. O ver como ante la distribución de las vacunas se producen conductas vergonzosas protagonizadas precisamente por personas a las que se supone vocación de servicio público, algunas de ellas dedicadas a la política, pero también miembros destacados del Ejército o de la Iglesia como si el amor a la patria o el mensaje evangélico les concediera carácter esencial y por tanto acceso privilegiado a la vacuna.

La distancia que se ha ido instalando entre las personas es angustiosa y no tiene nada que ver con la distancia física porque es una barrera emocional y afectiva entre personas, que no se ven, ni se hablan, ni se cuidan ni pretenden necesitarse. Se han roto las cadenas de solidaridad, las redes comunes de apoyo, la defensa explícita de los valores de convivencia. De ahí la parálisis civil, la clamorosa falta de actividad de las asociaciones, la ausencia de movilizaciones sociales que son tan necesarias como siempre.

Pero lo peor de todo, lo más decepcionante, es haber entrado en la fase de la supervivencia a codazos, de las comparaciones odiosas, de la visión corta y mezquina que evita a conciencia la foto panorámica porque solo quiere entender y proteger lo propio, lo mío, lo que es de mi conveniencia. En esa línea se insertan protestas de sectores económicos especialmente perjudicados que merecen todo tipo de ayudas porque están viviendo una lenta agonía que para muchos acabará en el cierre definitivo de sus negocios. Pero que deberían evitar la tentación de canalizar su legítima preocupación con reclamaciones que cierran ojos y oídos a una realidad durísima que es la que obliga a cerrar sus locales.

En el confinamiento vivimos una realidad que fortalecía una convicción que debe permanecer inalterable : de este agujero hemos de salir todos juntos, sin dejar a nadie atrás. Y no porque seamos buenos, sino porque es nuestra única posibilidad.