BIBLIOTECA DE FAMILIAS
José Sanchis Bellver y el amor por la segunda repúblicA

José Sanchis Bellver y el amor por la segunda repúblicA / Salvador Català
Salvador Català
Recuerdo a José Sanchis Bellver entrando por la puerta del antiguo hospitalet de Sant Miquel a su despacho del negocio de salazones que regentaba, hoy desaparecido, y cuya entrada principal daba a l’Albereda Jaume I de Xàtiva. Mi memoria histórica lo recuerda ya muy mayor, con su traje y corbata, gafas gruesas y boina encasquetada, y con una obsesión que resultaba extraña e incomprensible a mi mentalidad adolescente, la defensa de una bandera que por un tiempo fue izada en España con orgullo y patriotismo.
La actual crisis sanitaria impedirá la celebración de las jornadas en conmemoración del bombardeo de aquel fatídico 12 de febrero de 1939 que sembró de muerte la estación de Xàtiva y ahogó en sangre los intentos de construir una España mejor. La nueva normalidad impondrá los homenajes telemáticos, a los que contribuiré recordando a un enamorado de la Segunda República, una interesante biografía, que puede ayudar entender un poco mejor la convulsa historia de España desde el advenimiento de la Segunda República hasta la Transición, desde una perspectiva setabense. Veamos hoy algunas pinceladas de una historia, que puede ayudarnos a entender y servir de homenaje a todos los republicanos que se integraron en la España de Franco, que aparcaron sus ideales, en espera de unos tiempos mejores que nunca llegaron. José murió sin ver izada de nuevo la bandera republicana.
El amor por la Segunda República nació en su juventud. Debía contar con 21 años. Corría el verano de 1930, meses antes de la proclamación de la Segunda República, cuando el presidente del partido Unión Republicana Autonomista, José Medina Maravall, decidió abrir en la sede social situada por entonces en la plaça Trinitat —hoy Archivo Municipal—, un centro cultural abierto a toda la juventud republicana de Xàtiva, del que José sería su bibliotecario. No importaba si se era de izquierdas o derechas, lo que importaba era ser demócrata, y tener afán por saber, o por lo menos, poder acceder a la cultura.
La República no fue nunca una ideología sino un cambio en la forma de organización del estado, que despertó pasiones intensas y odios profundos. La monarquía constitucional que legitimaba dictaduras, no servía para construir un estado social y democrático. Alfonso XIII tomó el camino del exilio tras la derrota de los partidos monárquicos. La Segunda República se proclamó sin revoluciones gloriosas ni derramamiento de sangre.
Para defender todo aquello, José Sanchis se afilió a Izquierda Republicana, formó parte de las milicias que intentaron defender los excesos de radicales que atacaban el patrimonio religioso setabense durante aquel fatídico agosto de 1936, luchó en Teruel y en Madrid, fue condenado a muerte, se le perdonó la vida, y durante cuarenta años de vida escondió sus ideales y sus papeles para que le siguieran perdonando, por haber defendido la democracia desde su óptica de un burgués de izquierdas, amigo de las corbatas, de las que nunca se desprendió por muy mal que le mirasen los milicianos ácratas y comunistas, aquellos que torturaron y asesinaron a José Medina Maravall, muriendo con éste aquel anhelo de democracia iniciado en la plaça Trinitat.
En su vejez, y aprovechando la posibilidad de poder expresarse con libertad, comenzó a recuperar la memoria histórica de una Segunda República derrocada por un golpe de estado, y para ello empezó a recabar información sobre su pasado, ahora ya que la libertad y la ayuda de sus hijos le permitía ir declinando sus obligaciones como gerente de Salazones Sanchis, y poder mirar hacia atrás, al no poder separar su propia biografía de la de la Segunda República.
Quiso una vez superadas las consecuencias de la Guerra Civil y los años de dictadura, recuperar la dignidad de un régimen desprestigiado por años de franquismo, que se había dedicado a juzgar aquel período histórico como comunista, ateo, anticlerical y de ejecuciones sumarias. En su despacho guardaba como oro en paño el discurso pronunciado por Azaña en julio de 1938, en el que pedía desde Barcelona, paz, piedad y perdón para detener la carnicería de una Guerra Civil que dividía el país entre rojos y azules.
Ni la derrota, ni un milagroso perdón a una condena a muerte, ni cuarenta años de dictadura, quebrantaron su fidelidad hacia aquel proyecto político frustrado por la fuerza, que él en democracia rememoraba con ilusión de juventud cada 14 de abril, yendo a ondear la histórica bandera tricolor a la plaça de la Trinitat, o para reivindicar el homenaje a las víctimas de la estación, o de dedicar calles a los que lucharon por un mundo mejor.
Con la Transición, llegaron las mayorías absolutas, la reducción de partidos, el monolitismo ideológico, y aquello de ser republicano se convirtió en una excentricidad para unos, y para otros en el recuerdo de un pasado que sólo traía dolor. Llegaron las elecciones democráticas. Ganó la UCD de Suárez, seguida del PSOE de Felipe González, detrás del PCE de Carrillo, y por último la Alianza Popular de Fraga, como las fuerzas más votadas. Previamente habían aceptado la monarquía y habían erradicado cualquier simbología republicana. Los viejos seguidores de Izquierda Republicana no pudieron votar a su partido. La legalización no había llegado a tiempo. Se había pasado hoja a la historia de España, prohibiendo la República para no abrir heridas.
La víctima se convertía de nuevo en culpable porque con o contra Franco, en la España de los sesenta se vivía mejor que en la plurinacional, y lo que era mejor, España no corría peligro alguno de romperse, porque se contaba con un ejército depurado encargado de salvaguardar la unidad nacional, aunque fuese a costa de una República que, de izquierdas o derechas, quería ante todo ser demócrata.
José se consoló con los recuerdos y otras reivindicaciones relacionadas con la recuperación de ese pasado políticamente incorrecto, y siguió guardando muchos de los papeles, que a falta de escritos autobiográficos, retratan lo que fue su vida, y nos ayudan a entender porque fue este setabense tan íntegro en sus principios hasta el día de su muerte, en el que la bandera de la República le acompañó hasta el cementerio. Y es que hay amores que son para siempre, otros no tanto.
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