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LA CIUDAD DE LAS DAMAS

ni víctimas ni verdugos

ni víctimas ni verdugos

Recién empezado el curso escolar las familias dejan a sus retoños en los centros escolares, a veces con un cierto alivio que no tiene nada que ver con la intrínseca aspiración de que su estancia en ellos sea productiva y feliz.

Los mandan a la escuela, o al instituto porque saben que es allí donde no solo les enseñarán cosas sino que aprenderán a ser personas decentes. Cierto es que la tribu educa, que la familia enseña, pero es en esos espacios escolares donde se concentra formalmente la actividad formativa que les permitirá alcanzar el futuro que merecen. Ir al cole, al instituto o la escuela infantil es empezar a volar en solitario con sus propias alas, aunque hayan de sufrir inevitables batacazos en el aprendizaje.

Los recibe un profesorado que, a pesar de las malas lenguas, ha tenido un período vacacional similar al de resto de las personas que trabajan en este país. Un verano que deben aprovechar plenamente para volver en las mejores condiciones y afrontar una tarea de enorme relevancia que no se suele valorar socialmente como se merece, ni ahora ni nunca. Ser enseñante nunca ha sido una bicoca y tampoco lo es ahora, dada la enorme exigencia que impone para contrarrestar las potentes y tóxicas influencias que se respiran fuera del ámbito escolar.

Y ellas, las criaturas y las que ya no lo son tanto porque apuntan bigotillo o algunas redondeces, inician el curso escolar con sentimiento encontrados. Para los pequeñajos es una experiencia potente en su corta vida: salir de las faldas protectores del hogar familiar y explorar las inmensas posibilidades de la libertad y la autonomía, en contacto con iguales. Para los más talluditos, más allá de las habituales poses de fastidio, subyace siempre la emoción del descubrimiento, la reticencia ante el esfuerzo académico exigido, las expectativas sociales y afectivas a cubrir.

En ese paisaje, sin embargo, aparecen ya desde el principio, elementos distorsionadores que hay que detectar, enfrentar y erradicar con la mayor contundencia.

Lo dice la Unesco: el bullying afecta a uno de cada tres alumnos en todo el mundo. Y estos datos se ven agravados en España, que encabeza la lista europea de acoso escolar con el mayor número de casos. El acoso escolar no es ninguna tontería. Es una forma de agresión que puede ser física o verbal. Una forma de robar la vida y la felicidad ajena. Puede tener consecuencias letales que van desde la disminución del rendimiento escolar hasta las ideas suicidas. Ninguna broma con el tema.

Cierto que hay diferentes gradaciones en el grado de crueldad y violencia manifestado pero todas ellas, hasta la más mínima demostración de abuso son absolutamente intolerables. Porque en el origen de cualquier conducta de acoso está la falta de empatía con la víctima y esa tara afectiva que hoy se manifiesta así, lo hará de otra forma igualmente nociva con el paso del tiempo.

El paso más importante es no subestimar el problema ni ignorarlo. Negar su existencia es cómodo, pero desprotege a los menores. Hace falta crear complicidades y no pasarse la patata caliente de la responsabilidad. Es evidente que las familias han de implicarse para que nadie acuda al centro escolar sintiéndose víctima, ni tampoco verdugo. Es indudable que el profesorado ha de estar alerta y actuar con diligencia para lo que han de recibir la formación adecuada que se lo permita. Y es también el resto del alumnado, del grupo social, el que debe aprender que mirar sin condenar es consentir y ser cómplice de conductas crueles y repugnantes. Esa es una necesaria lección para iniciar el curso.

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