Procedente de Italia pero con dirección escénica del alemán Henning Brockhaus y escenografía del checo Josef Svoboda (fallecido en 2002), la producción de esta Traviata se singulariza por el enorme espejo inclinado que (como en La scala di seta montada hace unos meses en el Martin i Soler) proporciona desde el fondo una visión cenital de la escena, donde los personajes pisan literalmente el decorado que se ve tras ellos. La solución acaba de demostrar su eficacia cuando al final el espejo se pone en vertical y el reflejo del público hace caer la cuarta pared.

Los protagonistas los desempeñan un grupo de cantantes del este de Europa e italianos, más comprimarios locales. Como viene siendo habitual en Les Arts, todos son muy jóvenes. Este rasgo común asegura la frescura tímbrica; el acierto en la selección, el alto nivel de calidad técnica. Pero lo que concretamente eleva esta Traviata por encima de lo que podría ser un taller internacional es la maestría de un director, Lorin Maazel, que la derrocha a raudales. Bastó el preludio, donde se condensa toda la desesperada tristeza que envuelve esta obra, para dejar claro que la versión iba a ser con toda probabilidad memorable.

Uno de los gajes de esta política de casting es la asignación de papeles como el de Germont a una voz como la del barítono Gabriele Viviani, con un futuro muy brillante por delante pero que hoy en día sólo sería creíble como hermano no necesariamente mayor de Alfredo, nunca como su padre. En el primer acto y en algún momento del tercero, la soprano rusa Jibla Gerzmava presentó una messa di voce y una entonación problemáticas, pero en lo demás gustó mucho. El tenor Vittorio Grigolo no redondeó una gran actuación por las dificultades para hacerse oír en la mezza voce.

En definitiva, una Traviata joven en conjunto muy estimable, con alguna intervención de menor nivel en los secundarios, un coro (sobre todo los chicos) y una orquesta excelentes, pero donde el alma y el motor los pusieron unas manos de ochenta años de edad y setenta de carrera.