Sin ser ni mucho menos decepcionante, el regusto que quedó al final de una velada que tan altas expectativas había despertado por el nombre y el recuerdo de todos sus participantes fue el de haber asistido a unas extraordinarias exhibiciones de técnica e inspiración, pero no siempre en combinación, sino más bien en alternancia.

En concreto, el trompetista sueco Håkan Hardenberger (Malmö, 1961) revalidó la impresión de prodigioso dominio instrumental dejada junto a la Orquesta de Valencia en enero de 1997. En su debe hubo que anotar también de nuevo la de que su formidable virtuosismo se agotaba en sí mismo. Esta vez no le ayudó mucho a este respecto la obra programada, el concierto compuesto para él en 1988-9 por el autríaco Heinz Karl Gruber (Viena, 1943) con el título Aerial.

El neotonalismo al que se adscribe parece desplazar la atención de otros parámetros (como la armonía o el ritmo) para concentrarla en una tímbrica muy difícil de lograr, pero a la postre en exceso dependiente del factor sorpresa en el sentido más superficial del término. No se negará ni la belleza de muchos de los colores percibidos (por ejemplo, la resonancia de la última nota emitida por la trompeta sobre el arpa del piano) ni el mérito de su logro.

Pero detalles como que el director alargara algunos acordes y silencios en función del tiempo que al solista le llevara el cambio de trompeta o la adición o sustracción de adminículos resultan bastante ilustrativos de una ambición artística que en último término no cabe calificar sino de modesta.

La combinación de técnica e inspiración se dio en mayor medida en la orquesta y el director. En el Preludio y la Muerte de amor de Isolda, Daniel Harding (Oxford, 1975), que sonó como sustituto de Lorin Maazel en Les Arts, estuvo sólo un punto menos conmovedor que hace seis años al frente de la Orquesta de los Campos Elíseos. Con todo, ahí y en la Séptima de Dvorak extrajo de la Sinfónica de Londres un rendimiento muy, pero que muy considerable. Extrañó que no se concediese una sola propina.