Conocí a José Saramago en 1994. Desde un año antes ya residía en Lanzarote, tras haberse declarado exiliado cultural de su país a raíz del escándalo que desató en Portugal la publicación de su novela "El Evangelio según Jesucristo", pero el encuentro se produjo en Lisboa. Él era miembro del jurado de los premios Stendhal, que otorgaba la fundación Adelphi, con el patrocinio de la Comisión Europea, a los que LA NUEVA ESPAÑA era candidata. Ese día estaba destinado a convertirse en memorable para mí. Por la tarde nuestro periódico recibió el galardón para el que había sido nominado y por la noche, en la cena en que se entregaron los premios, en el palacio de Ajuda, coincidí en la mesa con Saramago y su mujer, la periodista sevillana Pilar del Río. A Saramago lo había visto por la tarde en el hotel y, desde lejos, me había parecido un hombre altivo, quizá precisamente porque era alto y tenía un gesto serio. Por la noche pude comprobar que, por el contrario, era una persona amable y de trato encantador, a quien le encantaba hablar de todo. Pude ratificarlo unos meses más tarde en Oviedo, cuando acudió a dar una conferencia en el Club Prensa Asturiana, de este periódico, invitado por Tribuna Ciudadana. En la introducción a la conferencia Gustavo Bueno había caracterizado el método de Saramago como platónico. Saramago reaccionó con sorpresa: "Siempre me consideré marxista y ahora resulta que soy platonista". Fue fascinante seguir a su lado el desarrolló de su conferencia, que tituló "Somos cuentos de cuentos contando cuentos, nada", un largo monólogo en español –lo hablaba perfectamente-- desarrollado sin el apoyo de una sola nota con una fluidez que resultaba estéticamente coherente con la imagen final: la existencia humana concluye como una ola, después de un largo viaje, desemboca en la playa. Saramago era por entonces un Nobel en potencia que entraba todos los años en las quinielas de un premio que recibiría por fin en 1998. Fue precioso, y conmovedor, su discurso de agradecimiento en Estocolmo, en el que evocó a sus abuelos analfabetos que, en las noches más frías del invierno en el Alentejo metían consigo en la cama a los lechones de cerdo para que no se helasen. Quizá ese compromiso con los orígenes, tan persistente en su obra, haya sido determinante para que entre él y sus lectores se estableciera una relación especial, en la que la admiración se entrevera con el afecto. Pasear por la calle a su lado, como en aquel 13 de junio de 1995 en Oviedo, permitía comprobarlo en seguida, pues eran muchas las personas que se acercaban a saludarle y expresarle su admiración. Pero lo que más llamaba la atención era la confianza con que se dirigían a él. Saramago era sin duda muy querido por quienes le leían. Quienes le han rechazado desde el prejuicio que inspiraba su militancia izquierdista -cada vez menos dogmática: recuérdese su reciente censura al régimen castrista- quizá, si le dieran la oportunidad, se dejaran conquistar. Siempre estarán a tiempo. El narrador, llegado a la playa final, desaparece. Su obra se queda.